Existe un deporte –si, uno sólo- que siempre me ha encandilado: la esgrima. Desde la sonoridad de sus sílabas, hasta la elegancia de sus movimientos –de hecho, ballet y esgrima ambos parten de las mismas posiciones-. Y si algo tiene este país, es que aquí puedes probar cualquier cosa que se te antoje, aunque sea lanzamiento de jada, que también. Así que, hace dos días empecé mi clase de
fencing –que no, no es clase de
vallado, como muchos creen-.
Nuestro profesor, Dough, es todo un espadachín del siglo XVIII en versión estadounidense. Nos recibió con su coleta de pelo grisáceo y su barrigón inmenso, atusándose ese bigote y con un discurso grandilocuente y rimbombante, como todo caballero que defienda su honor a golpe de espada.
La clase fue intensa –¿quién hubiera dicho que fuera tan cansado mantener las piernas dobladas y los brazos en posición de ataque?- y lo que queda promete. De momento ya sabemos avanzar, retroceder, atacar y defendernos. ¡Y todo eso en 75 minutos! ¿Qué más se puede pedir? Me encanta.
Dough insistió en que lo practiquemos a todas horas, porque como el recalcó, en la esgrima no hay nada natural –me da cierto aire a la famosa frase de
la fama cuesta- y que, por ejemplo, cuando vayamos al baño o a buscar el coche, avancemos en posición de ataque. Posiblemente lo haga. Si me veis algo raro próximamente, tomad el florete y defendeos.
¡En garde!