Acabo de venir de hacer mi musiporte por un camino habitual: se trata de una vereda que sigue paralela a un río y que, en cuestión de minutos dejas la ciudad para meterte en un camino campestre. Generalmente, suele estar plagado de gente, pero hoy, no ha sido el caso. El caso es que al llevar un rato con mi música a todo gas y no ver ni a un alma viviente, he sentido algo de ese escalofrío irracional que nos entra cuando nos sentimos diminutos frente a la Naturaleza.
En mi caso, me gusta la Naturaleza, adoro hacer una escapada de vez en cuando al campo o a la montaña o al mar y dejarme arrullar por unos rayos de sol que te acarician, aspirar un olor a pino que parece que va a sanar todo tu organismo, deleitarme con en murmullo de los riachuelos deslizándose...
Sin embargo, he de decir que no soy capaz de estar demasiado tiempo en ella. De alguna manera, me impresiona. No soy capaz de quitarme de encima la sensación de fragilidad que me embarga, de que estás en un hábitat en el que, en cualquier giro inesperado, te puedes desorientar, o darte un buen susto, dañarte, o incluso matarte. A ese respecto, me siento mucho más a mis anchas en una ciudad: con su asfalto, sus semáforos, sus librerías, bares o cines. Donde las reglas son más predecibles, donde domino mucho más lo que me rodea y donde dispongo de armas con las que actuar en caso de contrariedad –afortunada de mí, de haber nacido a finales del siglo XX-.
Ya se que queda algo incorrecto decir esto, y más en esta época en la que tanta gente aspira a volver al campo –cosa que no entiendo, será porque he visto de donde vienen mis padres-, pero si tengo que elegir, yo me declaro urbanita.
Adiós
Hace 4 años