Hoy, preparando una clase de cosmología, donde tengo que explicar el Principio Cosmológico -es decir la hipótesis por la cual el universo es isótropo y homogéneo a gran escala y por lo tanto, no ocupamos un papel señalado ni privilegiado en el Cosmos-, he caído en la cuenta de que, salvo muy raras excepciones, nosotros, como Humanidad también cumplimos ese principio a nivel interno.
Todos hemos pasado por esa fase de egocentrismo absoluto donde nos hemos creído más especiales, capaces de apreciar la belleza en un aspecto completamente particular, ser más buena persona, simpático o guapo que nadie. Sin embargo, al final, ese sentimiento mezcla de superioridad y benevolencia que nos invade cuando creemos que alguien se equivoca, esa creencia de nuestra capacidad de valorar cuando una persona hace o no, lo correcto porque nosotros sabemos más o eso ya lo hemos pasado es... bastante común en el ser humano. Todos creemos ser más sabios, tener más experiencia o simplemente haber vivido más que el vecino. Y no nos damos cuenta de que, si bien lo sitios y el momento son diferente, las experiencias que una persona adulta puede haber vivido a lo largo de su vida son extremadamente predecibles -lo queramos o no, vivimos inmersos en una misma sociedad-.
Durante los casi catorce años que estuve tocando en un cuarteto de bodas, puedo contar un sinfín de parejas “especiales” que querían hacer una boda “diferente” y el resultado era… exactamente la misma boda, más o menos hortera, larga o divertida, pero con las mismas ideas originales que todas las demás.
Con esto no digo, que no existan cosas auténticas como las esencias personales, el arte o ciertos pensamientos, y que no valga la pena cultivar lo que tenemos en el interior. Si que creo que deberíamos ponerle un poco de humildad –yo la primera- al hecho de que nuestra riqueza cultural, personal o sensorial no es única y puede ser encontrada en muchos otras personas. Con sus ventajas y desventajas.