Encontrar la mejor
boulangerie de mi barrio es una tarea ardua en Paris. Es análogo a encontrar el mejor bar de tapas de Granada o el
heavy con el pelo más sedoso –Patricia, Jara, vosotras ya me entendéis-. Sin embargo, como acostumbro a hacer con las encomiendas que me autoimpongo –absurdas o no-, o quizá porque la cabezonería aragonesa que conforma mis genes, no he parado hasta que he conseguido completar la tarea. No es que consuma mucho pan –compro un par de veces por semana-, pero tras mi paso por los E.E.U.U. donde lo más parecido al pan era el chicle
Boomer –lo que, no hay mal que por bien no venga, ayudó a que aprendiera el maravillos arte de crearlo, un besazo desde aquí profe Shawn-, la calidad del pan se ha convertido en algo importante bajo mi techo.
Hace ya unos meses, al mudarme a mi
pisín en el corazón de Paris, y cuando ya las necesidades iniciales habían sido cubiertas –luz, agua, teléfono, Internet, cacharros varios-, me enzarcé en esta labor detectivesca usando el método científico de toda la vida: el ensayo-error. Así, durante semanas, peregriné por las infinitas panaderías a un máximo de diez minutos a pie de mi casa. Visité multitud de esos
despachos de pan más o menos exóticos, afamados, baratos o modernos -todos ellos con un producto delicioso, qué duda cabe- buscando aquella
boulangerie artesaine que, además de tener un pan insuperable, tuviera ese sabor de barrio, de familiaridad, de alterne.
Finalmente, tras un largo calvario de probar panes –pobre de mí-, dí con lo que buscaba. Se llama Mireille –tanto ella como su panadería- y se trata de un local más bien pequeño, sin pretensiones. Sin apenas adornos ni muchos anuncios, no llama mucho la atención desde la calle. Sin embargo, no hay día que entre en que el establecimiento no esté abarrotado. El pan que consumo es lo más delicioso que he probado en tiempos –sólo superado por ése de pueblo del Pirineo- y la
boulangera, aunque algo seria al principio –como buena francesa-, me ha acabado conociendo y cuando entro por la puerta ya me saluda con su “
Bonjour madam!” seguido de un “
un pan complert coupé, ca serait tout aujourd’hui?”. Ahí es cuando a una se le humedecen los ojos.
Poquito a poco Mireille y yo nos hemos ido haciendo viejas conocidas. No hace mucho me comentó que había ido a la peluquería con una estrategia premeditada: justo cuatro semanas de antelación a las navidades porque ése es el tiempo que le lleva a sus raíces aparecer –en el fondo, hay una cierta edad en la que todas las personas se parecen-. Y esta mañana, justo me acaba de contar que en las vacaciones no ha hecho nada: “
je me suis reposée: les vraies vacances” -me ha asegurado-.
Y es que la panadería Mireille, además de ser un pequeño rincón paradisíaco, rebosa sabiduría parisina a borbotones.