Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años, puebla un espacio de provincias, de reinos, de montañas, de bahías, de naves, de islas, de peces, de habitaciones, de instrumentos, de astros, de caballos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara.
J.L Borges
(Gracias Jorge, por recordarme Ítaca, un abrazo desde aquí)
Cuando emprendas tu viaje a Itaca pide que el camino sea largo, lleno de aventuras, lleno de experiencias. No temas a los lestrigones ni a los cíclopes ni al colérico Poseidón, seres tales jamás hallarás en tu camino, si tu pensar es elevado, si selecta es la emoción que toca tu espíritu y tu cuerpo. Ni a los lestrigones ni a los cíclopes ni al salvaje Poseidón encontrarás, si no los llevas dentro de tu alma, si no los yergue tu alma ante ti. Pide que el camino sea largo. Que muchas sean las mañanas de verano en que llegues -¡con qué placer y alegría!- a puertos nunca vistos antes. Detente en los emporios de Fenicia y hazte con hermosas mercancías, nácar y coral, ámbar y ébano y toda suerte de perfumes sensuales, cuantos más abundantes perfumes sensuales puedas. Ve a muchas ciudades egipcias a aprender, a aprender de sus sabios. Ten siempre a Itaca en tu mente. Llegar allí es tu destino. Mas no apresures nunca el viaje. Mejor que dure muchos años y atracar, viejo ya, en la isla, enriquecido de cuanto ganaste en el camino sin aguantar a que Itaca te enriquezca. Itaca te brindó tan hermoso viaje. Sin ella no habrías emprendido el camino. Pero no tiene ya nada que darte. Aunque la halles pobre, Itaca no te ha engañado. Así, sabio como te has vuelto, con tanta experiencia, entenderás ya qué significan las Itacas. Cavafis, Ítaca
La muerte sabe a ácido. Sabemos que existe, sabemos que es lo único seguro que está allí y que es el único destino que todos compartimos –parafraseando al gran Steve Jobs-, pero aún así va discurriendo despacio gota a gota, unos desaparecen antes –generalmente más mayores- y otros después. Pero a veces, ese azar –por pura definición- se lleva a otras personas más jóvenes, a amigos cercanos, atestándonos un gran golpe. Y en ese momento, te das cuenta, de golpe y porrazo, lo que significa una amistad, lo que significa la vida.
Javi, mi primer compañero de despacho, fue quien me enseñó a hablar con su “Oh, men” baltimoriano, cosa que me salvó de más de un apuro. Le encantaba realizar poses a lo Hulk para hacerme soltar una carcajada y suavizar el efecto de alguna bronca laboral. Juntos, asistimos a clases de darbuka donde alimentábamos a los profesores-okupas con plátanos llenos de proteínas. Como él mismo decía, él era vasco e isotermo, y por eso mismo las fiestas con él eran como si no hubiera un mañana –porque resulta que un día no lo hay-. Más de una vez, vimos asomarse el lucero del alba tras la Torre de la Vela de la Alhambra desde las tumbonas de su terraza en la calle Bocanegra.
Le gustaba mucho la música y tocaba muy bien la guitarra, que había aprendido de manera autodidacta. Recuerdo como me aprendí la letra complicadísima de Gure Bazterrak sílaba por sílaba para corearla con él o como nos hizo un repaso de lo más ochentero una noche de Sant Joan en Salobreña justo antes de meternos al agua para celebrar la vida.
Aún no puedo dejar de reírme al recordar aquel guiri de Strasburgo que se nos coló en ese coche amarillo destartalado matrícula SS, y nos quedamos atrapados en el día de la marmota tras pasar 20 veces al lado del Mirador de San Nicolás. O aquel otro viaje mítico por Islandia donde, él y yo, los dos más despistados del grupo no lográbamos recordar el nombre del pueblo del que veníamos y conseguíamos llegar tarde a todos lados. O aquellos días de playa paradisíaca en Brasil donde se paraba el tiempo y nada importaba mucho.
Junto con Carlos, nos fabricamos sin proponerlo un ritual improvisado consistente en aquellas comidas de los viernes en torno a la misma mesa –reservada sin estarlo- de la misma pizzería, cada uno en su silla, donde compartíamos los altos y los bajos.
Lo que no recuerdo es haberle escuchado nunca pronunciar mi verdadero nombre, para él, yo siempre fui Carmencita y así me presentaba tanto en el mundo social como el laboral.
Tantos momentos. Más de diez años de amistad dan para mucho.
Y ahora, la ausencia. Un 21 de abril cualquiera, ya no está en el mundo. Y mañana podemos ser cualquiera. Desaparecer. Ha sido a cámara lenta, lo que aún me desconcierta más.
Puedes dar por seguro que vivirás mucho más en nuestro recuerdo.
Ahí va un fantástico repaso histórico y geográfico del nacimiento y la muerte de artistas, científicos y gente relacionada con la cultura en general. Nacimientos en azul, muertes en rojo. Desde el año 600 antes de Cristo hasta el presente.
Desde los intercambios de Sant Jordi, a las lecturas de sus poemas en las tardes de Baltimore, pasando por aquella tarde calurosísima en Granada en una sala atiborrada de sus lectores donde escuchamos salir las palabras de su misma boca; Eduardo Galeano siempre nos ha dejado abrazos, como en sus libros.
Te fuiste. Ibas llorando gotas de hierbabuena. (Las Palabras Andantes)
Desde aquí, un enorme abrazo a todos aquellos que los hemos compartido.
Un hombre del pueblo de Negua, en la costa de Colombia, pudo subir al alto cielo. A la vuelta, contó. Dijo que había contemplado, desde allá arriba, la vida humana. Y dijo que somos un mar de fueguitos. El mundo es eso -reveló-. Un montón de gentes, un mar de fueguitos. Cada persona brilla con luz propia entre todas las demás. No hay dos fueguitos iguales. Hay fuegos grandes y fuegos chicos y fuegos de todos los colores. Hay gente de fuego sereno, que ni se entera el viento, y gente de fuego loco, que llenan el aire de chispas. Algunos fuegos, fuegos bobos, no alumbran ni queman, pero otros arden la vida con tantas ganas que no se puede mirarlos sin parpadear, y quien se acerca, se enciende. El mundo, Eduardo Galeano.
Para mí los aeropuertos siempre han sido lugares muy particulares. Supongo que todos aquellos con miedo a volar, les produce más bien un sentimiento de repulsa, pero a mí, volar es una actividad que me parece fascinante. Cada vez que ese avión levanta todo su estructura y empezamos a ver cómo las cosas se hacen pequeñitas, me sobreviene un sentimiento de euforia, de pensar que he tenido la gran suerte de poder viajar –por un módico precio- en uno de esos cacharros.
El caso es, que dejando de lado de esa función primordial que cumplen los aeropuertos de transportarnos rápida y eficazmente de un lado a otro, en mi caso, es siempre un buen caldo de cultivo para conocer gente. Y ojo, que no hablo de gente mundialmente conocida como más de uno que me he encontrado deambulando por los pasillos de luces cegadoras de los aeropuertos, no. Hablo más bien de la gente de la calle, la que vemos todos los días.
Casi no puedo recordar ningún vuelo en el que no haya entablado conversación con el del asiento de al lado, el que espera en la cola delante tuyo, o el que le cae un zapato tuyo encima de sus llaves tras pasar el escáner. Ya me ha dejado de sorprender la facilidad con la que se empieza preguntando sobre la opinión de tu compañero de fila sobre el libro que lleva entre manos y que tú te estás planteando leer, o sobre el trabajo que ejerce alguien –por ejemplo, en mi primer vuelo a los E.E.U.U., mi compañero de asiento me ofreció trabajo en su empresa si resolvía un problema de investigación operativa- o si quieres compartir un café –malo y caro- en una de esas cafeterías homogéneas de aeropuerto. Ya no me extraña en absoluto los intercambios de correos electrónicos, teléfonos y contactos posteriores cuando sabes que ese breve periodo de tiempo llega a su fin, pero que he ahí una persona interesante, digna de seguir en contacto.
No se muy bien cual es el factor que propicia todo esto: quizá estamos más relajados –si vamos o volvemos de vacaciones-, quizá nos da pereza trabajar y preferimos charlar, quizá nos sentimos en un espacio neutro en el que las normas de educación estándar pierden mucho de su sentido. En cualquier caso, me parece que nos movemos más por instintos, por actos reflejos de actuar después de fijarnos en personas que nos parecen interesantes, sin tapujos, sin miedos a que luego se nos señale con el dedo. Es algo parecido a recuperar parte de nuestra vitalidad natural, nuestra niñez, nuestra libertad inmaculada.
Es una inmensa alegría tener buenos amigos, es un regalo, un motivo diario de agradecimiento, una sonrisa permanente, un soplo de aire permanente: ¡gracias amigos del mundo!
Hoy, tengo el orgullo de mostraros el arte de mi amigo Manu. Esta amistad, que comenzó en Paris, allá por 2006 y perdura a día de hoy -y espero que hasta que nos falten todos los dientes- es de esas bonitas, llenas de conversaciones transcendentales, de carcajadas limpias, de paseos con soles ardientes, de poemas de risa alta, de noches largas e imborrables...
Y es que Manu, además de ser una persona brillante, inteligentísima –además de muy modesto-, buena, generosa y uno de los mejores amigos del mundo; es una de las personas con más gracia y alegría que he conocido en mi vida. Esa combinación es una bomba explosiva para, cómo no, que se sitúe en las primeras posiciones de FameLab, un concurso de monólogos científicos. A los hechos me remito:
Desde aquí toda la fuerza y la alegría del mundo, Manu, esa que nos has dado tantas veces y te vuelve a ti multiplicada. Y muchas felicidades también.
Probablemente de todos nuestro sentimientos el único que no es verdaderamente nuestro es la esperanza. La esperanza le pertenece a la vida, es la vida misma defendiéndose. Julio Cortázar, Rayuela
Reías, de eso te acuerdas, reías con la risa explosiva y nerviosa de los niños, esa risa ronca que siempre translucía un ligero constipado, unos pulmones inmaduros, reías a carcajadas, sin el pudor del adulto, sin acordarte de ti mismo ni del lugar en el que estabas, reías y todo tu cuerpo se agitaba entregado a la risa, sólo el puño seguía sin relajarse, cerrado, tozudo, sujetando el huevo Kinder. Lo que me queda por vivir. Elvira Lindo
En estas páginas hay espacio para la reflexión, las bitácoras, los viajes estelares y los terrenales, las experiencias compartidas y todos aquellos instantes que hacen cada sitio, cada momento de nuestra vida, un lugar inolvidable. Bienvenid@.
We do not grow absolutely, chronologically. We grow sometimes in one dimension, and not in another; unevenly. We grow partially. We are relative. We are mature in one realm, childish in another. The past, present, and future mingle and pull us backward, forward, or fix us in the present. We are made up of layers, cells, constellations.
Anaïs Nin