Hace un par de días volví de unas vacaciones completamente reparadoras y energéticas. El sitio elegido de este verano –además de unos días con la familia: padres, hermana, sobrinos y amigos-, ha sido Irlanda. Aunque ya la visité por primera vez hace ya nueve años y me dejó muy buen sabor de boca, esa visita se limitó a Dublín y Cork. Esta vez nos hemos ido hacia el oeste de la isla, donde los acantilados se cortan en seco ante el abismo del océano inmenso.
Ahí, he aprendido que ese penacho de tierra en el lejano oeste de la Europa fue pintado con dos colores: todos los tonos posibles de verde y todos los tonos posibles de azul; que allá donde duermas siempre te espera, inalterable, un buen irish breakfast –el desayuno de los campeones consistente en huevo, panceta, salchichas, morcilla, medio tomate y dos champiñones-; que conducir por sus carreteras hace que tengas el estómago hecho un nudo apretando la garganta, no porque haya que acordarse de ir siempre a la izquierda sino porque la anchura de esas carreteras están hechas para gnomos y duendes y el que va de copiloto cree que se va a llevar todas las señales con el retrovisor y el que conduce que se va a estrellar contra todos los que van en sentido contrario; que los irlandeses son seres simpatiquísimos que sonríen todo el tiempo, mascullan un “cheers!” a la mínima de cambio, te piden que vuelvas pronto, se ponen a cantar una despedida al santo o a tocar cualquier instrumento que caiga en sus manos cuando menos te lo esperas. Sin embargo, los lugareños y asiduos del mismo bar también pueden cantarse una canción a capella que estremece el alma.
Que la nueva plaga de Irlanda, después de los conejos que horadan por todos lados la isla de la vaca blanca, Inishbofin, son los turistas franceses; que cuando menos te lo esperas, aparece un elfo silencioso con su traje de los domingos agazapado en un seto al lado de la carretera; que aunque pueda parecer imposible, el sol puede lucir con todo su esplendor en un cielo azul en Irlanda y, las noches oscuras –tan sólo iluminadas por un faro en la lejanía- permiten ver explosionar alguna que otra lágrima de san Lorenzo; que los irlandeses son gentes tranquilas y bonachonas y prueba de ello es que el conductor de la línea 305 de Galway es capaz de guardarte tu bolso olvidado hasta que vengas a buscarlo sin tocar absolutamente nada –mil gracias desde aquí, Cheers!-; que relajarse e ir a comer a playas paradisíacas como la de Tully sólo trae cosas buenas: de entrada un subidón vacacional importante, pero además una ausencia de turistas posteriormente en el parque natural de Connemara; que tras un rato en éste parque lleno de curvas suaves, se puede llegar a distinguir el verde oliva del verde pistacho en décimas de segundo; que la segunda playa de ensueño se encuentra en un acantilado en Inishbofin; que las medusas irlandesas son más calurosas que las españolas; que tomarse una Guinness es obligatorio -aunque sea en formato bombón-; que la independent Connemara pale ale no tiene nada que envidiarle.
Que Panda, el Brad Pitt del reino perruno, habita en un Bed & Breakfast genial en Oughterard; que su dueña está eternamente cargada de buen humor desde primera hora de la mañana a última de la noche; que los acantilados de Moher impresionan por demasiados motivos: son lugares adecuados para echarse una pequeña siesta deliciosa o para ver planear a pajarillos que se divierten a sus anchas; que los delfines y las focas de Inishbofin se tomaron unas buenas vacaciones; que las ovejas irlandesas llevan grafittis azules y rojos y algunas se transforman en conejos suavecitos dentro de las mochilas; que existen corazones inspirados en Dalí en el interior de algunos troncos; que el centro de Dublín es pequeño y andable; que el Temple Bar es eso: el Bar-Templo; que en una de sus callejuelas, hay un café pequeñito donde el tiempo no tiene sentido; que las tiendas de regalos verdi-blancas son impresionantemente enormes; que Bono y sus chicos son más dioses que nunca en su tierra natal; que Irlanda es a Inglaterra lo que Huesca a Pamplona, lo rojo es verde, lo verde es rojo; que existen tréboles de cuatro hojas de color amarillo; que una visita a la tierra de la buena suerte sólo puede desembocar en una fuente de alegría infinita.
Un bisou à Rodolphe des ici, merci pour parteger cette aventure avec moi.
Adiós
Hace 4 años
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