Creo que todos soñamos secretamente con dejar un pequeño legado a la humanidad en forma de una obra de arte, un trabajo, una casa, o algo por lo que se nos recuerde. Me emociona pasar ante la tumba de Cortázar, por ejemplo, en el cementerio de Montparnasse y verla atiborrada de mensajes de gente que lo ha conocido a través de sus páginas. O revisar aquel tremendo discurso de Steve Jobs en el que se nos recordaba que debíamos seguir nuestros sueños. O escuchar a Pau Casals interpretar el Cant dels Ocells con toda su alma inmortal. O admirar la vida y hazañas de científicos de renombre como Marie Curie. Ninguno de ellos está aquí en persona, pero aquello que hicieron fue tan extraordinario que su premio es un lugar en el Olimpo de los recuerdos, donde se les recordará durante una cuasi-eternidad.
El caso es que hace poco llegó a mis manos una de estas historias tremendamente emocionales que te hace derramar lágrimas a diestro y siniestro. Esta historia -que podéis encontrar aquí y si no os atrevéis con el inglés, aquí tenéis una versión traducida- versa sobre cómo un padre se las ingenió para traspasar las barreras del tiempo y el espacio. Es decir, sin pretensiones de acompañar a la humanidad sino a su hijo, se las ingenió para estar presente a pesar de ya no estarlo físicamente. Y lo hizo de una manera muy sencilla, escribió una serie de momentos, consejos, palabras de apoyo, y sabiduría en momentos de la vida que seguramente llegarían a su hijo. Porque al final, hay ciertas cosas que son universales.
Como todas las cosas simples, me pareció una idea genial. Sencilla y sin pretensiones. Fácil y directa. Escribir aquellas cosas que hemos aprendido de esta vida como legado para los que vendrán. Para que no se sientan solos, para que quizá aprendan antes de sus errores, para que no sufran o que para que no se tomen la vida tan en serio. Todo vale. Yo, en mi caso, pienso ejecutar mi propia versión de esta idea cuanto antes. En cualquier caso, lo peor que puede pasar es que al final no funcionen. Bueno, pues como dice mi padre: El no, ya lo tienes.