sábado, 17 de diciembre de 2016

BODAS MUNDIALES


En mi vida he estado en muchísimas celebraciones, particularmente bodas. No es sorprendente, para empezar soy la más pequeña de todos mis millones de primos y casi todos casados (curiosamente el corrector ha optado por cansados). Además, a los 14 años empecé a tocar en un cuarteto de cuerda en bodas y banquetes, con lo que tuve la ocasión de ser espectadora de un buen centenar de celebraciones a lo largo de unos cuantos años. Por si esto fuera poco, cuento además con un buen número de amigos que han ido dando el paso desde hace ya años.

El caso es que este año, al asistir a una boda en Alemania y otra en España, me ha chocado el enorme indicador cultural que puede ser una boda. Tener la suerte de estar invitado a una boda –o celebración del estilo- en un determinado país es una experiencia auténtica donde la gente autóctona saca su lado más tradicional para el disfrute de los demás.

A partir de la muestra sesgada de las boda que he asistido, no puedo dejar de extraer observaciones y comparaciones, aún a sabiendas que sólo he atisbado una ranura de diferentes sitios y costumbres. 

Por ejemplo, nunca olvidaré aquella boda en La Paz, Bolivia donde aunque nos reservamos para un buen banquete, la cena nunca llegó y en su lugar aparecieron una buena retahíla de tequilas intercalados con bailes de pañuelos –no os cuento cómo acabó aquello-; o aquellas manzanillas infinitas salpicadas de sevillanas en la boda de mis amigos Susi y David en Jerez de la Frontera; o los juegos interminables entre plato y plato que todos teníamos que realizar a petición de los novios o los amigos en una boda en Mainz, Alemania; o esa boda llena de tapitas y juegos organizados por Francesc y Marta en un pueblo cerca de Girona de cuyo nombre no quiero acordarme; o ese buffet libre de pasta y pollo en pleno jardín con su arco de boda de una buena película holliwoodisense de mi amigos Jackie y Casey en California; o las cantidades infinitas de comidas y bebidas de las bodas aragonesas rematados por unas migas a la pastora a las 5 de la mañana; o el abrazo inmenso que nos dieron los novios de Bolivia al darles su regalo de boda: una batidora de 20 euros –al parecer la costumbre es no regalar nada en esas bodas-.

La verdad es que no estoy segura si estas características reflejan la manera de ser de la gran mayoría de los ciudadanos de su país, pero, en cualquier caso, no deja de dar una referencia más abierta a una única perspectiva de un evento en la que varias generaciones se dan la mano para disfrutar un día con sus seres queridos de la mejor manera que ellos encuentran. Que vivan los novios.

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