lunes, 15 de enero de 2018

LOS SALTOS HACIA ARRIBA


Cuando tenía siete años, mis padres me inscribieron al Conservatorio a aprender música. Transcurrido el primer año de introducción, elegí instrumento: el violín. El primer año y medio de manejo hubiera querido romper ese violín en pedazos innumerables veces: aquello sonaba a gato escaldado. Escalas desafinadas, arpegios con cambio de posición que sonaban a desmayo, stacattos que parecían hacerse con un serrucho en lugar de un arco, y una infinidad de desacatos para la memoria acústica. Así, hasta que empecé a tocar las primeras melodías, aquellos primeros estudios de Suzuki y me empezó a gustar más.

Tres años después de aquel fatídico día, un amigo de mis padres nos convenció para que me pasara a la viola con los argumentos de que su sonoridad es más profunda, más dulce y además, el repertorio es más corto –con lo cual los años de estudio también-. Recuerdo la sensación de pánico: otra vez volver a pasar por esa tortura de afinación, escalas, glissandos... Sin embargo, aquello fue mucho más sencillo de lo que me imaginaba: las distancias en la mano izquierda eran ligeramente más grandes, y todo era una quinta justa más baja, y ya. Y es que al fin y al cabo, supongo que estaba más que preparada, aunque no lo supiera.

A partir de la superación de ese miedo inicial, aprendí a acunar a aquel instrumento: desde la primera viola prestada que tuve del conservatorio a mi actual Carlitos. Aquel sonido rugoso como de tierra, muy diferente al del violín me parecía tremendamente melodioso, mucho más acorde con mi personalidad. También, ese cambio me abrió muchas puertas: empecé a tocar como violista solista en la orquesta de cámara de mi ciudad –desde aquí un abrazo fuerte a Toño, su genial director que me dio esa oportunidad-, me invitaron a ser la violista de uno de los primeros cuartetos de cuerda de mi ciudad y descubrí que me gustaba tocar tanto en grupo que allá donde fui nunca dejé de tener un cuarteto, trío, orquesta o alguna composición del estilo. Es más, cuando era necesario podía tocar partituras de violín con la viola -cosa que a la inversa es imposible-.

Hoy me he estado acordando de este episodio de mi vida: el momento en el que alguien o algo te propone un cambio –en principio a mejor- para ti, para tu vida. Ese pánico, esa sensación de vacío, de desconcierto, de quizá mejor pájaro en mano… y cuando alguien -a veces es la misma vida, que se ha cansado de que no reacciones- te espeta: tonterías las justas y te da el empujón que te hace falta... Y no sólo sobrevives, sino que disfrutas y te embarga esa sensación de euforia, de contento, de mirar atrás y no entender por qué no lo hiciste antes...

Así son esos momentos en los que te arriesgas. Te lanzas a la aventura –una aventura con buenas cartas de recomendación- y descubres que estás viva, que eres capaz de pilotar ésta, tu vida, que sin ser la más nada, eres fuerte, valiente y valiosa, y te sientes orgullosa de haber tenido el coraje de saltar hacia lo desconocido.

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