Uno de los signos de la madurez es notar que has aprendido a saber conformarte con el hecho de que algunas personas no actúen como tú lo harías. Por ejemplo, con las no-respuestas. Cuando alguien hace una pregunta o está en una situación determinada, una no-respuesta, aunque suele significar “no” es, a mi entender, una manera muy poco elegante de cerrar un tema y que, además hace daño a la otra persona, ya que suelen dejarlas en un limbo, en una incomprensión, en una posición de incertidumbre innata.
Por eso, cuando se es capaz de respirar hondo y aceptar que -aunque no es lo que tú hubieras querido y te sientas decepcionada- no puedes culpar a nadie por no tener el ideal de perfección ante las relaciones humanas tan alto como el tuyo, y tampoco puedes permitir que las fluctuaciones de la vida te dañen más de lo estrictamente necesario, una se siente un poco más poderosa, un poco más hábil a la hora de lidiar con las incomprensiones de la vida.
Otro gran signo de madurez, que tuve la suerte de que un amigo me recordara recientemente –gracias Jorge, un beso desde aquí-, es entender y llevar hasta sus últimas consecuencias el hecho de que nada, o muy pocas en este mundo son importantes. Al final, casi nada importa. Puedes equivocarte, puedes sentirte herida, puedes tomar la decisión que resulte menos adecuada, pero al fin y al cabo, nada de eso importa. El mundo va a seguir su curso habitual, las cosas buenas y malas nos van a seguir sucediendo… y cuanto antes entendamos que esto o lo otro no es para derrumbarse sino para sonreírse ante ello, guardar un buen recuerdo de lo vivido –cuesta el mismo precio- y tomarlo como anécdota –precisamente porque no es tan importante-, antes seremos capaz de vivir nuestra vida de una manera práctica y feliz.
En fin, que los años sigan su curso tiene su lado bueno, nos hace entender cosas a base de pasar a través de ellas, la única manera posible.
Tu
vida, aunque sólo la atisbo a través de una rendija, está claro que lleva un
ritmo distinto de la mía. Y es que hemos crecido. Crecer es empezar a separase
de los demás, claro, reconocer esa distancia y a aceptarla. El entusiasmo de aquellos
encuentros juveniles con personas que despertaban nuestro interés se basaba en
que dábamos por supuesta una permeabilidad continua entre nuestra vida y la de
ellos, entre nuestros problemas y los de ellos, parecía posible la anexión. Es
cierto que aun se dan momentos en que surge esa ilusión de permeabilidad, pero
son momentos extraordinarios y fugaces, a los que no se puede pedir continuidad,
vigencia permanente.
Nubosidad
Variable. Carmen Martín Gaite
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