domingo, 3 de mayo de 2015

EL ÚLTIMO METRO

Llovía como pocas veces lo hace en las grandes ciudades: sin fundamento. Ahí fuera, el agua caía de todas direcciones, mojaba, calaba los huesos y empapaba el alma. Con esa tempestad, no era absoluto apetecible abandonar esa atmósfera caliente, como de vientre materno que se había creado en aquella cafetería deliciosamente recargada de fotos de músicos de jazz a unos pasos de la Avinguda Paralel.

Miró la esfera empañada de su reloj de pulsera. Calculó que todavía tenía unos veinte minutos para esperar que aquella tormenta primaveral apaciguara. Pidió otro café con coñac; aquellos que calentaban el cuerpo y creaban un ronroneo agradable en la garganta.

¡Flash! El café palideció durante un instante kilométrico. Un instante de profundo silencio asoló la sala, al que siguió una estrepitosa explosión de un trueno como hacía muchos años que no escuchaba. La chica de la mesa contigua, que no dejaba de escribir con delicadeza, lanzó a su alrededor una rápida mirada nerviosa, algo sobrecogida, a la que él respondió con un guiño y un atisbo de sonrisa. 

Volvió a mirar la hora: las 11.15 de la noche. Ya no disponía casi de tiempo si quería coger el metro. Lanzó una última mirada fugaz desde la privilegiada posición de su mesa al lado del cristal escurridizo y difuso del establecimiento. La tormenta no parecía haber remitido ni un milímetro. Pensó en ese paraguas plegable de bolsillo que llevaba absolutamente todos los días con él, y que ahora, yacía, olvidado en la silla de su despacho, camuflado como un mueble más.

Irremediablemente iba a llegar empapado a casa, pero no tenía otra opción. Sacó un flamante billete de diez euros del bolsillo, lo dejó en el mostrador y, con su desamparo acuático, salió corriendo como alma que lleva el diablo hacia el metro Poble Sec.

Ni siquiera notó que ya no le caía una lluvia torrencial en la cabeza cuando bajó las escaleras del metro. Ni que unos tacones nerviosos seguían su ritmo presuroso. Marcó su ticket y escuchó el rumor del metro que se acercaba en dirección Zona Universitaria. Se abalanzó escaleras abajo, desesperado y, saltó en el último vagón del metro, un segundo antes de que se cerraran las puertas. Mientras recuperaba la respiración, se dio cuenta, con sorpresa que la chica que minutos antes escribía a su lado, le miraba desde el otro lado del cristal, en una estación en reposo que cada vez se alejaba más. Había perdido su metro.

Miró de nuevo su reloj: las 11.40. Tenía tan sólo un par de paradas para hacer transbordo en Sants Estació. 11.46, un puñado de personas apremiadas por un minutero universal entablaban un maratón exasperado en dirección a la línea 5. Qué curioso –pensó- este transbordo que realicé tantas tardes cuando volvía de la universidad y ahora parece tan diferente sin todas esas carpetas coloridas de los estudiantes.

De nuevo, el estruendo del metro acercándose suspendió sus pensamientos. Aceleró algo más y esta vez, con un poco más de respiro pudo presenciar la entrada del metro en la estación. Giró el pomo de la puerta de su vagón, entró triunfalmente y tomó asiento en uno de sus asientos predilecctos –en la misma dirección que el conductor, con vistas a todo el vagón-.

Sólo en ese momento, se dio cuenta de que sus pies rezumaban agua por todos lados –probablemente al meter el pie en uno o varios charcos-, que estaba dolorido, cansado e incluso algo mareado. Sin embargo, nunca se había sentido tan bien en su vida. Lo había conseguido. Había cogido el último metro.

(Relato presentado al concurso de "Relats Curts de TMB")

2 comentarios:

  1. pues me ha gustado mucho, me recuerda a un cuento que escribí hace muchos muchos años, a ver si lo encuentro y lo recupero para mi (abandonado) blog. espero que te den algún premio porque se lo merece! :)

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  2. Ale: ¡Muchas gracias! Eso, publica el tuyo y así nos deleitamos también.

    Un abrazote.

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