Como ya os anuncié hace poco, hace unos pocos días me fui a descubrir un país todavía desconocido para mí, allá en las
Escandinavias muy cerquita de la
Suecia que descubrí el pasado septiembre.
Este país, Dinamarca, aparentemente un penacho de tierra pequeñita al norte Alemania y a la puerta de los países escandinavos, tiene una personalidad propia bastante apabullante. Por ejemplo, en Copenhagen he descubierto que la ciudad es pequeña, andable, bonita y muy coqueta, que en los últimos días del año puede llegar a hacer un frío potente con sus rachas de viento cuando en el resto de Europa parece verano, que los niños daneses van con mono de esquiar como si fuera su segunda piel, que la tienda
Illum –una tienda preciosa de cosas para la casa- está por todos lados como si fuera el
Desigual nuestro, que esas latas de metal con galletas de mantequilla que todos hemos comprado alguna vez, son, efectivamente
galletas danesas, que aunque Dinamarca parece pequeña, resulta que Groenlandia y las Islas Faroe también pertenecen a ella, lo que aumenta su extensión considerablemente, que los fines de semanas ordas de suecos invaden Dinamarca con sólo cruzar un puente.
Que el icono representativo de Dinamarca es, cómo no, la
Sirenita de Copenhague. Que sin embargo ésta, siempre rodeada de turistas se encuentra en una roca al borde del Mar Báltico con un telón de fondo lleno de naves industriales y no mide más que una persona, que las casas danesas carecen de ascensores casi en su totalidad, que los daneses tienen por costumbre esperar a sus familiares en el aeropuerto con banderitas de su país, que absolutamente todos los habitantes de este país –desde los ancianos a los niños- hablan un ingles de lo más correcto, que las bicis abundan por doquier –cosa no sorprendente en los nortes de Europa-, que hay tantas, que hasta a veces ni se molestan en candarlas.
Que los daneses comienzan el año dando un saltito a las 12 –imaginad combinar esto con 12 uvas-, que a eso de las 6pm el día 31, la reina hace un discurso con notas que va pasando –y a veces traspapela-, que los programas de nochevieja distan mucho del ballet de televisión española nuestro, ahí hay niños angelicales cantando en coros, que quizá sea por eso que todo el mundo se echa a la calle a lanzar todo tipo de petardos y fuegos artificiales de manera kamikaze como si no hubiera un mañana, que la cifra de heridos por fuegos artificiales es parte de la temática de año nuevo –este año fue bastante positivo, sólo 74-, que hacer una cena de nochevieja con daneses, japoneses, alemanes, rusos, húngaros, franceses y españoles es análogo a un concursos de tapas internacionales de nivel
guía Michelin, que sin embargo los niños multiculturales pueden sufir de un ataque de
bananen de nivel máximo.
Que el museo más conocido de Dinamarca, se llama
Louisiana y se encuentra al borde del mar y con vistas a Suecia, que en su interior suceden exposiciones donde todo se llena de bolos y colores, que cuenta la leyenda que un pingüino regordete llamado
Louise hallado en mi mochila misteriosamente viene de allí, que las máquinas de cafés de varios tipos abundan en las casas danesas, que las panaderías deberían ser nombradas patrimonio de la Humanidad porque allí se encuentran los panes más alucinantes y más apetitosos que una pueda probar, que eso sí, todo –desde los panes hasta la pasta de dientes- es carísimo.
Que explorar –aunque sean pocos días- un país desconocido en plenas celebraciones anuales es toda una experiencia. Un abrazo desde aquí a Jonas, Hiroko y Rodolphe por compartir esta experiencia conmigo.