Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años, puebla un espacio de provincias, de reinos, de montañas, de bahías, de naves, de islas, de peces, de habitaciones, de instrumentos, de astros, de caballos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara.
J.L Borges
Respira y sueña todas las estaciones que necesites hasta sentir que puedes volver de nuevo al sol, que ya nada te puede dañar si tu no quieres. Habrás absorbido su entereza, su firmeza y su capacidad para mecerse con los vientos, habrás logrado aspirar todos los olores y todos serán aceptados, habrás contemplado todas las sombras desde todos los ángulos y ya ninguna te será ajena y te hará temblar. El frío se ha ido y el miedo también, en su lugar
está la certeza de ser la persona que quieres ser y de andar a plena luz, feliz y luminosa en medio de la muerte y del dolor. La ciudad boca abajo. Lakabe. Mabel Cañada
Hace unos días estaba pensando en la relación que se crea con los diferentes médicos que te visitan en tu vida. Sí, sé que un médico es un profesional más, como puede ser el panadero o el cartero, pero al mismo tiempo, el vínculo que se crea es transcendental -sobre todo en casos de operaciones-. ¿Quién no se acuerda del nombre del médico que le operó de esto o de aquello?
Por ejemplo, hace un poco más de un año, tuve que pasar por una operación quirúrgica aquí en París. El problema fue detectado y valorado con antelación y la fecha fijada de antemano. La operación salió muy bien salvo una pérdida importante de sangre de la que no tardé en recuperarme. El caso es que un poco más de un año después, no guardamos ningún tipo de contacto con el médico que me operó, el responsable que hoy esté bien y contenta. Y sin embargo, esa persona abrió mi cuerpo, trabajó en él y lo cerró. En otras palabras, las huellas físicas de esa persona están en mí.
Por supuesto, todo es cuestión de perspectivas y hay diferentes profesiones que tienen un impacto importante en quienes somos: un buen profesor puede cambiar la manera de entender el mundo y por lo tanto nuestra vida futura al darnos alas, un arquitecto puede diseñar la casa en la que viviremos y tener para siempre su huella en nosotros, etc, etc. Pero sólo un médico llega a tener tu vida –física y mental- en su mano y nuestra existencia en momentos. Y sólo un buen médico llega a crear un eterno agradecimiento de poder estar aquí, la gente querida recibiendo los rayos de un sol tímido que inaugura el principio de la primavera.
Es curiosa cómo la vida está estructurada: nacemos, aprendemos a interaccionar con el mundo, y justo después, tenemos un tiempo de, digamos, unos 20 años para formar nuestras inquietudes, nuestras personalidades y trazar un plan de cómo va a ser la manera óptima de vivir la vida -o al menos intentar dirigir el timón hacia allí-. Todo esto, basándonos en nuestra idealista y sesgada del mundo de un lado, y en consejos que personas que han vivido antes que nosotros nos intentan traspasar.
Aún tengo que conocer la persona que haya seguido al pie de la letra estos consejos y los haya utilizado para labrarse su camino -afortunadamente-. Por mucho que esos consejos sean valiosos, y quizá las conclusiones sean las mismas que las que llegaremos nosotros 40 años más tarde -ser selectivo a la hora de adquirir amigos, experiencias, conocimiento, y hacerlo de la mejor calidad posible-, esa información está descontextualizada y sólo podemos empezar a mirar a los ojos a lo que esos consejos-perlas querían decir cuando individualmente hemos pasado por esa experiencia y llegamos a la misma conclusión.
Lo frustrante es que esta fase dura una enorme parte de la vida: 50, 60 años. Quizá sólo los años últimos donde las enfermedades suelen llegar son ya para cerrar asuntos con nosotros mismos.
Le llevo dando varias vueltas a esto últimamente, y, puesto que todavía estoy en, toco madera, lo que espero que sea mi mitad de vida al menos, me pregunto si no hay una manera de hackear esta calibración a posteriori. Digo yo, ¿no podríamos empezar a aprender desde ya de los errores que una persona de 60 años -que admiremos- cometa hoy para prevenirlos? ¿No podemos intentar extrapolar los aprendizajes pasados al futuro? ¿Quizá eso nos lleve hacia direcciones equivocadas o impropias que nos hagan profundamente infelices? (Porque reconozcámoslo, hay una satisfacción innata al cometer un error por hacer algo en lo que creíamos, aunque fuera falso. O, en otras palabras, ser idealista puede pasar factura, pero también proporciona mucha satisfacción.)
En cualquier caso, quizá planee algunos experimentos al respecto para salir de dudas ya afianzar más el terreno pantanoso de estas reflexiones… antes de que sea demasiado tarde.
El remanso del aire bajo la rama del eco. El remanso del agua bajo fronda de luceros. El remanso de tu boca bajo espesura de besos. Variación, Federico García Lorca
Esta semana nevó bastante en París. Aquello empezó el lunes por la tarde y no cuajó. Aunque internet nos perjuraba y aseguraba que aquello iba a ir in crescendo, no acabábamos de creerlo. Pero en efecto, el martes fue un día precioso en el que no cesó de nevar ni un segundo: copos, copos y más copos -por cierto, qué bonita la palabra copo ¿no? Su sonoridad me hace pensar en algo pequeño, frágil-. Poco a poco -y copo a copo-, fuimos testigos de cómo las calles de París se iban volviendo grises, blanquecinas, hasta que, por la noche, cuando ya muchos medios de transporte habían dejado de funcionar, todo era un manto blanco.
He de decir que ese día, mientras me quedaba absorta mirando detrás del cristal revolotear esas briznas de nieve sin cesar, me asaltó esa inquietud de Show de Truman que aparece a veces en la vida: ¿no estaremos metidos en una de esas bolas de cristal donde los turistas más pequeños le dan vueltas y vueltas para ver como caen los copos -más bien bolitas de corcho-?
Sea como fuere, al volver a casa, pisando una nieve -, inmaculada, crujiente -otra de mis palabras favoritas-, repasando todos los balcones, coches, bicis, bancos, arbustos, árboles cubiertos de ése tejido tan blanco, se nos abría inconscientemente la boca, y la sonrisa y nos repetíamos que éramos testigos de algo increíble: la nieve intacta. Para los valientes que se atrevían a disfrutarla, para los afortunados de vivir esos regalos del cielo.
Cuando salió del hospital, ni siquiera se dio cuenta de que estaba cayendo del cielo una nieve sin rastros de sangre, cuyos copos tiernos y nítidos parecían plumitas de palomas, y que en las calles de París había un aire de fiesta, porque era la primera nevada grande en diez años. El rastro de tu sangre en la nieve. Gabriel García Márquez.
Cuando tenía siete años, mis padres me inscribieron al Conservatorio a aprender música. Transcurrido el primer año de introducción, elegí instrumento: el violín. El primer año y medio de manejo hubiera querido romper ese violín en pedazos innumerables veces: aquello sonaba a gato escaldado. Escalas desafinadas, arpegios con cambio de posición que sonaban a desmayo, stacattos que parecían hacerse con un serrucho en lugar de un arco, y una infinidad de desacatos para la memoria acústica. Así, hasta que empecé a tocar las primeras melodías, aquellos primeros estudios de Suzuki y me empezó a gustar más.
Tres años después de aquel fatídico día, un amigo de mis padres nos convenció para que me pasara a la viola con los argumentos de que su sonoridad es más profunda, más dulce y además, el repertorio es más corto –con lo cual los años de estudio también-. Recuerdo la sensación de pánico: otra vez volver a pasar por esa tortura de afinación, escalas, glissandos... Sin embargo, aquello fue mucho más sencillo de lo que me imaginaba: las distancias en la mano izquierda eran ligeramente más grandes, y todo era una quinta justa más baja, y ya. Y es que al fin y al cabo, supongo que estaba más que preparada, aunque no lo supiera.
A partir de la superación de ese miedo inicial, aprendí a acunar a aquel instrumento: desde la primera viola prestada que tuve del conservatorio a mi actual Carlitos. Aquel sonido rugoso como de tierra, muy diferente al del violín me parecía tremendamente melodioso, mucho más acorde con mi personalidad. También, ese cambio me abrió muchas puertas: empecé a tocar como violista solista en la orquesta de cámara de mi ciudad –desde aquí un abrazo fuerte a Toño, su genial director que me dio esa oportunidad-, me invitaron a ser la violista de uno de los primeros cuartetos de cuerda de mi ciudad y descubrí que me gustaba tocar tanto en grupo que allá donde fui nunca dejé de tener un cuarteto, trío, orquesta o alguna composición del estilo. Es más, cuando era necesario podía tocar partituras de violín con la viola -cosa que a la inversa es imposible-.
Hoy me he estado acordando de este episodio de mi vida: el momento en el que alguien o algo te propone un cambio –en principio a mejor- para ti, para tu vida. Ese pánico, esa sensación de vacío, de desconcierto, de quizá mejor pájaro en mano… y cuando alguien -a veces es la misma vida, que se ha cansado de que no reacciones- te espeta: tonterías las justas y te da el empujón que te hace falta... Y no sólo sobrevives, sino que disfrutas y te embarga esa sensación de euforia, de contento, de mirar atrás y no entender por qué no lo hiciste antes...
Así son esos momentos en los que te arriesgas. Te lanzas a la aventura –una aventura con buenas cartas de recomendación- y descubres que estás viva, que eres capaz de pilotar ésta, tu vida, que sin ser la más nada, eres fuerte, valiente y valiosa, y te sientes orgullosa de haber tenido el coraje de saltar hacia lo desconocido.
...Y yo, diría que lo más importante es no tenerle miedo a ninguno de los dos. Probar, e intentar, y probar una vez más a ver qué pasa. Eso y tener siempre una buena dosis de certeza en el derecho universal de la alegría en el bolsillo.
Feliz inicio de 2018.
Pero éxito y fracaso son dos grandes impostores. Muchas veces, para llegar al éxito hay que pagar un precio tan alto que puede llevar a la incoherencia o a venderse al mejor postor. Y, por otra parte, el fracaso puede esconder una lección fructífera si se le sabe dar la vuelta al argumento. El fracaso enseña lo que el éxito oculta; la capacidad para crecerse en los obstáculos y no darse uno por vencido. El fracaso es necesario para la maduración de la personalidad. La vida humana esta tejida de aciertos y errores; consiste en un juego de aprendizajes. Por lo general, enseñan más las derrotas que los triunfos. Hay derrotas triunfales a las que envidian algunas victorias. De ellas puede uno tomar buena nota y
volver a empezar. La ilusión de vivir. Enrique Rojas
En estas páginas hay espacio para la reflexión, las bitácoras, los viajes estelares y los terrenales, las experiencias compartidas y todos aquellos instantes que hacen cada sitio, cada momento de nuestra vida, un lugar inolvidable. Bienvenid@.
We do not grow absolutely, chronologically. We grow sometimes in one dimension, and not in another; unevenly. We grow partially. We are relative. We are mature in one realm, childish in another. The past, present, and future mingle and pull us backward, forward, or fix us in the present. We are made up of layers, cells, constellations.
Anaïs Nin