Pensaba que tras años de empezar y acabar etapas, despedirme y reencontrarme con los sitios, cada vez estaría más acostumbrada. Pensaba que esta vez lo iba a dominar más, pero ayer, mientras Bono me cantaba en un estado de fútbol americano la despedida, comprendí que no es así, que esta etapa me va a doler al cerrarla del todo, que me está doliendo tanto como otras, aunque de manera diferente. Porque probablemente, yo soy una persona muy diferente a la que llegué hace casi tres años.
Siempre he escuchado que las despedidas es mejor hacerlas de un golpe, recoger todo, cerrar con llave, dar un portazo, decir hasta la vista y no volver la vista atrás. Que me expliquen como se lleva eso a la práctica. En mi caso, sólo el hecho de ir desprendiéndome de personas, lugares y cosas importantes día tras día ya me provoca una profunda congoja, una desazón que va creciendo conforme se acerca el día de la partida, y empiezas a darte cuenta, que hay cosas que la vida te trae, y otras que se lleva, que algunas puede que se queden allí para siempre, y otras simplemente puede que hayan impreso un momento, una impresión, un color en tu espectro, pero que sólo permanezca en tu recuerdo. Es ser consciente de que todo nace y muere, y sentirlo en tu piel. Es lo que hay, lo aceptas o no.
Lo cierto es que ayer, en pleno concierto de unos constantes en mi vida, los U2, a los que ya considero casi de la familia, pusieron de nuevo acordes a este nuevo momento de mi vida y, me dedicaron un
Stay (farewell, so close) que nunca había sentido igual. De un golpe certero, me emocionaron, consolaron, aliviaron, acariciaron, abrazaron y soplaron las heridas. Este concierto postergado no podía haber llegado en mejor momento. Gracias a los constantes, a los que siempre estáis allí.