miércoles, 1 de mayo de 2013

LA MADRE QUE ME PARIÓ

Este domingo –viva el club de los 28-, mi madre cumplió setenta añazos. Mi madre, esa tremenda mujer llena de amor incondicional, valentía a raudales y vitalidad a borbotones, acaba de cumplir siete décadas. 

Por increíble que parezca, nadie ha escrito un libro sobre ella, ni se han inspirado en su historia para hacer una película –con excepción de las de superheroínas-. Ella, aún a sabiendas que las cartas que le había tocado jugar eran poco beneficiosas, se lanzó a jugar su partida, y, empujada por su madre –otra gran mujer- se marchó y empezó de nuevo, una y otra vez hasta la saciedad.

El esfuerzo sin límites y el durísimo trabajo le han dejado huellas visibles en su cuerpo. A pesar de eso, nunca renunció a su derecho a la felicidad, y por eso, labró su vida con ganas, no se permitió el lujo de tener miedo a nada, regó los tremendos desgarros de su vida con unas increíbles ganas de ser feliz, se agarró a su tremenda fortaleza para seguir adelante y, aceptó lo que la vida le trajo –y precisamente por eso, la vida, poco a poco se lo fue agradeciendo-.

Con las circunstancias que hoy día disfrutamos muchos de nosotros, ella hubiera podido ser quien hubiera querido ser –bendita curiosidad y afán de sabiduría-. Y, finalmente, la vida le trajo hasta aquí. Y por eso, mi madre, la auténtica Carmencita, es el mejor ejemplo de tesón, alegría y esfuerzo que conozco. Su infinita energía para seguir adelante la ha perseguido desde siempre y eso, es algo que ella misma escogió como herencia y es algo valiosísimo que sus hijas recibimos. Cada día que pasa aprendo algo nuevo de ella, gran maestra. Y sólo verla ahora con sus preciosas arrugas –de dolor y de sonrisas- me hace sentir un enorme orgullo de ser su hija y una enorme responsabilidad de estar a la altura.

Felices setenta, madre, que cumplas muchísimos más.

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