martes, 24 de diciembre de 2013

ALTA MAR


Atravesar una sensación de limbo es algo extraño, una combinación de contrastes… No sabes si calificarla de agradable o aterradora, de aventura o de secuestro. Esa indescriptible sensación etérea de no permanecer a ningún sitio, de no tener unas largas raíces envolventes como mucho otros a tu alrededor, de fragilidad, de que un soplo de aire te pueda arrastrar en espiral hacia algún lugar cualquiera a la deriva, quizá peligroso o deplorable, quizá no; provoca, cuando menos, un buen nudo en el estómago.

Sé que mucha gente idealiza esta sensación y le asigna un nombre algo trivial: libertad. Si, es cierto que todos deberíamos poder decidir nuestros actos independientemente de nuestra condición social, familiar o laboral, pero esos lazos invisibles son más poderosos de lo que parecen a simple vista. Al final, solemos realizar caminos intrincados debidos a las zancadillas que esto lazos nos provocan. Pero eso es otro tema.

En mi caso, más que libertad, yo llamaría a este estremecimiento vértigo, gravedad cero… Supongo que no acarrear una retahíla de devastación detrás es bueno, símbolo de madurez y de buen hacer. Soy consciente de que con la gente importante no se le echa de menos, porque apenas notas si vives o no en la misma ciudad. Pero eso de ser un globo pendiente de un frágil hilo produce escalofríos… aunque en momentos lúcidos, también paz, e incluso una pizca de placer, sobre todo al recordar, porqué decidiste echar a volar hace muchos años ya.

Así que hoy, en este día de felicitaciones -¿de qué?- horteras, en el que todo el mundo se siente más bueno y generoso, yo, a cambio, declaro mi estatus de levedad y deseo que la vida nos haga descender, suave y limpiamente en un lugar mullido y blandito, donde allí si, nos apetezca poner algo de peso que tire de la cuerda.

Te gustaría sumar las horas que has pasado viajando a esos sitios [...], pero no sabrías cómo empezar, has perdido la pista de cuántos viajes has hecho por Estados Unidos, no tienes idea de cuántas veces has salido de Norteamérica para ir al extranjero, y por tanto jamás hallarás el número exacto ni aproximado de los miles de horas de tu vida que has pasado entre un sitio y otro, yendo y viniendo, las montañas de tiempo que has dedicado a ir en aviones, autobuses, trenes y coches, el tiempo desperdiciado en esforzarte por vencer los efectos del desfase horario, el aburrimiento de esperar a que anuncien tu vuelo en los aeropuertos, el tedio mortal de estar frente a la cinta de los equipajes mientras esperas a que tu maleta caiga por la rampa, pero nada te resulta más desconcertante que viajar en el avión mismo, esa extraña sensación de estar en ninguna parte que te envuelve cada vez que pones le pie en la cabina, la irrealidad de verte propulsado por el espacio a más de mil kilómetros por hora, tan lejos del suelo que empiezas a perder la impresión de tu misma realidad, como si el hecho de tu propia existencia se te fuera espaciando poco a poco,, pero tal es el precio que pagas por salir de casa, y mientras continúes viajando, esa ninguna parte que se encuentra entre el aquí de casa y el allí de algún sitio seguirá siendo uno de los lugares donde vives. 

Diario de invierno. Paul Auster

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