Me resulta muy curioso lo que ocurre cuando uno se va a vivir a un país nuevo. En principio, uno podría jugar el juego de escoger una nueva personalidad, escoger ser más serio, interesante, parlanchino… y probar a ver cómo le resulta. Sin embargo, a día de hoy es difícil viajar a algún sitio donde no conozcas realmente a nadie ya y además… sólo unos pocos consiguen agenciarse una nueva personalidad, como el que se cambia de abrigo.
El caso es que la gente que me está conociendo estos días se está forjando una opinión de mí algo distorsionada de mí. Probablemente piensen que ando metida con algún estupefaciente. Muchos –mayoritariamente extranjeros en Francia- me miran con extrañeza, tratando de entender porqué estoy contenta, porque ando siempre con una sonrisa por la calle… como si ellos hubieran olvidado que viven en la ciudad de las Maravillas.
Y aquí sigo… Todavía pellizcándome para darme cuenta de que poco a poco, comienzo a mordisquear tímidamente esta ciudad –y perdonad mi monotematismo últimamente, pero es que todavía no me acabo de hacer a la idea-. Me deleito escuchando y chapurreando el francés, ese idioma tan elegante, tan precioso. Es más me enzarzo en largas conversaciones con porteras, banqueros y señores de correos que me animan efusivamente, encantadores. Me pierdo cada vez que salgo a “comprar algo y vuelvo” o a dar “un pequeño paseo” y aparezco tres horas más tarde en la otra punta de la ciudad, con los pies doloridos y una boca abierta. Sucumbo a la tentación de entrar en librerías, cafeterías y tiendecitas para echar un vistazo que acaba dilatándose de manera inexplicable. Las hojas de mi libreta -que se activa con la gente especial- empiezan a atiborrarse con recomendaciones variopintas. Cada dos por tres me ofrecen el famoso roscón de reyes –la Gallette de Rois, que en Francia está hasta en la sopa durante Enero- y me encasquetan una corona porque me suele tocar la figurita. Cada día libre surgen encuentros con gente diferente, especial en sitios mágicos, increíbles. De hecho, todos los planes me resultan increíblemente apetecibles: llenos de arte, cultura, belleza, gente inquieta...
Y sí, a veces llueve, y hay que tener la cartera abierta muy a menudo, y los metros y los trenes no son los lugares más halagüeños del mundo. Pero eso son nimiedades que se le perdonan a esta ciudad que saca lo mejor de mí, lo transforma y me lo devuelve.
Conocer es a menudo, platónicamente, reconocer, es el brote de algo acaso ignorado hasta ese momento pero asumido como propio. Para ver un lugar es preciso volver a verlo. Lo conocido y lo familiar, continuamente redescubiertos y enriquecidos, son la premisa del encuentro, la seducción y la aventura; la vigésima o centésima vez que se habla con un amigo o se hace el amor con una persona amada son infinitamente más intensas que la primera. Esto vale también para los lugares; el viaje más fascinador es un regreso, una odisea, y los lugares de recorrido acostumbra, los microcosmos cotidianos atravesados durante años y años, son un desafío ulisiano. '¿Por qué cabalgáis por estas tierras?", pregunta el alférez en la famosa balada de Rilke al marqués que avanza a su lado. "Para regresar", responde el segundo.
El infinito viajar. Claudio Magris
No hay comentarios:
Publicar un comentario