Hace un par de días, mi amiga Myriam –un besazo desde aquí- me regaló una libreta preciosa hecha por ella que, junto la que me regaló mi amiga Cris para mi nueva etapa se han convertido en las libretas vitales oficiales de París, donde voy a ordenar –según mi propia métrica- mis vivencias Parisinas.
Por otro lado, hace ya años que lamento haber perdido ese hábito de la libreta-faro a nivel laboral. Lo había tenido durante toda mi adolescencia y en la carrera universitaria pero, cuando empecé a trabajar, de una manera inconsciente empecé a notar unas miradas algo paternales con lecturas al estilo de: "ya eres mayorcita para un cuaderno" o “eso no es demasiado profesional", junto con argumentos como los de "no hay nada más cómodo que llevarse un puñado de folios para un viaje de trabajo", a lo que sucumbí sin darme cuenta. Desde entonces, perdí ese grado de organización y metodización en el trabajo que me gustaba tanto: escribía resultados en un folio que luego no sabía donde había puesto, no sabía cuando o qué me había motivado a escribir las cosas, o no sabía como recordarme el punto del proceso en que dejaba algo durante una semana con lo que tenía que recurrir a esos posits amarillos escurridizos que, de tan homogéneos, se minimizaban con el paisaje del despacho.
Así que ayer decidí acabar con eso. Me fui a una tienda de material de oficina y me compré mi nuevo cuaderno laboral de París. Con secciones separadas con hojas de cinco colores diferentes para poder hacer varios proyectos a la vez. Con un grosor considerable para que pueda permitirme empezar y acabar proyectos allí mismo. Lo creáis o no, eso me ha dado mucha paz. Presiento que cuaderno y yo, acabamos de empezar una relación tremendamente personal y profesional.
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