Esta mañana he ido a dar un paseo por uno de los cementerios más famosos de París y del mundo: el cementerio de
Père Lachaise. Para mí, ir a los cementerios exigen algo de preparación –quizá sea porque desde pequeña tuve contacto directo con la muerte y por tanto, con el ritual de las flores, las plegarias y los entierros- y aunque muchos de ellos sean hoy auténticas atracciones turísticas, nunca me dejan de provocar una mezcla de respeto y pensamientos transcendentales.
Por ejemplo, me resulta sorprendente el pensar que a pocos metros de esos lugares donde se almacena gente que ya no existe, una especia de museo de historia, existen bares, librerías, trenes donde la vida bulle, apabullante. Me resulta chocante este comportamiento humano por el que buscamos desesperadamente –incluso preguntando a los transeúntes- donde se encuentra un determinado escritor, músico o personaje famoso para llegar a una losa con signos visibles del paso del tiempo, muy similar a todas las de su alrededor, con la diferencia de que una gran multitud se agolpa a su alrededor cámara en mano como si esa fuera la prueba definitiva de que no era una cuento, de que
menganito existió y ahí está definitivamente –puesto en estos términos, todo esto le da una cierta reminiscencia a
Black Mirror-.
La primera vez que visité este museo de la muerte hace siete años, yo también me reencontré con Jim Morrison, Chopin, Oscar Wilde, Edith Piaff o Steffan Grapelli, entre otros. También fui de propio a ver a Cortázar al Cementerio de Montparnasse y
volví hace unas semanas a dedicarle mi propia
Alegría del Cronopio. Y he de decir que me emocionan ciertos homenajes que se observan cerca de esos lugares –dedicatorias, regalitos, canciones…- Es más, me produce admiración el hecho que alguien, con su arte o su buen hacer, siga emocionando a la gente aún después de muerto. Eso es parte de la magia del arte. Puede perdurar mucho más allá de tu efímera existencia.
Sin embargo, hoy he ido de otro modo a este jardín fúnebre. Me he ido a dar un paseo, a disfrutar el paisaje, a tomar algo de aire fresco en un domingo mañanero salpicado con algún rayo de sol. Y me he perdido sin rumbo fijo por esas calles silenciosas, con edificaciones irreales aliñadas con tremendas ornamentaciones o austeras lápidas. Me he preguntado si las florituras externas de esas piedras se corresponderían con lo buena que fue esa persona, con lo que quiso, con sus sueños, o con sus ilusiones o simplemente con las riquezas de su familia. No he llegado a ninguna conclusión. Me he preguntado si muchas de esas personas –prácticamente anónimas para el 99.9% de los visitantes de este museo- no habrían hecho algo tan digno de admiración como sus vecinos más conocidos. Es más, hasta me he preguntado, si no estarían todos los esqueletos en alguna taberna subterránea elucubrando sobre todo esto.
Así, estas reflexiones me han arrastrado a la noción clara – a veces se poseen verdades instantáneamente más lúcidas que otras- que todos los que hoy día nos conocemos, los compañeros del metro, nuestras personas más admiradas, correremos igual suerte en pocos años. Nos catalogarán con una inscripción y nos archivarán para siempre con un buen montón de tierra encima. Probablemente, nadie se acordará de nosotros en como mucho, cien años, y esa será nuestra historia. Insignificantes y majestuosos al mismo tiempo.