Ella bailaba de forma sorprendente, comprobó de nuevo. El tango no requería espontaneidad, sino propósitos insinuados y ejecutados de inmediato en un silencio taciturno, casi rencoroso. Y así se movían los dos, con encuentros y desencuentros, quiebros calculados, intuiciones mutuas que les permitían deslizarse con naturalidad por la pista, entre parejas que tangueaban con evidente torpeza amateur. Por experiencia profesional, Max sabía que el tango era imposible ejecutarlo sin una pareja adiestrada, capaz de adaptarse a un baile donde la marcha se detenía súbita, frenando el ritmo el hombre, en remedo de lucha en la que, enlazada a él, la mujer intentaba una continua fuga para detenerse cada vez, orgullosa y provocadoramente vencida. Y aquella mujer era esa clase de pareja.
El tango de la guardia vieja. Arturo Pérez-Reverte
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