Ya no me acordaba la montaña rusa que es aprender un idioma… Por un lado tienes esta sensación eufórica de poder decir algo, de poder entenderte con alguien, de poder obtener algo simple como la hora, o una barra de pan, de que te den una palmadita en el hombro y afirmen que hablas muy bien –aunque sea por pura amabilidad-… Pero por otro, tienes esta vergüenza innata ante esa sonrisa de reconocimiento de un acento extraño de la gente, las caras de asombro cuando la gente no se espera que balbucees algo ininteligible o el nerviosismo que produce el decir cosas lentamente –para los que hablamos a velocidades cercanas a la de la luz, todavía más-.
Además, a todo esto hay que sumarle el lento proceso en el que poco a poco vas recopilando vocabulario nuevo –pero también vas olvidando mucho de lo que aprendes-, vas corrigiendo errores, vas aprendiendo a pronunciar adecuadamente… Te encantaría avanzar mucho más rápido y poder tener conversaciones fluidas, bromas y guiños, sin embargo tienes esa desesperante sensación parecida a haberte hecho un esguince y por lo tanto, ser incapaz de correr rápido…
En fin, que está bien recordar que el camino para conseguir dominar un idioma con soltura es algo incómodo y frustrante: exige quitarse la cuerda de seguridad y lanzarse a recopilar expresiones de extrañeza, simpatía o indiferencia, además de un ligero dolor de cabeza constante durante un cierto tiempo. La recompensa compensa con creces y por eso, la humanidad sigue pasando por esos procesos –de la misma manera que continúa reproduciéndose-. Espero ansiosa el día en que me regocije con mi propio vocabulario.
Gracias
a él, descubrí que la predisposición para los idiomas es tan misteriosa como la
de ciertas personas para las matemáticas o la música, no tiene nada que ver con
la inteligencia ni el conocimiento. Es algo aparte, un don que algunos poseen y
otros no.
Travesuras
de la niña mala. Mario Vargas Llosa
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