Vivimos en un amasijo de órganos, músculos, huesos, venas, neuronas y demás bichos extraños que por sí solos son tan grandes como nuestro universo –y no exagero-. Alucinantemente, ese complejo mecanismo funciona extremadamente bien, al menos por defecto. Podemos admirar el mundo que nos rodea, saltar, reír, comunicarnos, disfrutar y en general, no sentir dolor. Damos por hecho que la enmarañada maquinaria de la que somos parte no se deshará mientras estemos vivos y que conformará una unidad irrompible que aguantará cada vaivén que le echemos.
Por eso, cuando esa enorme obra de arte se avería ligeramente, y de pronto, nos sobresalta un ataque de dolor, y no somos capaces de hacer algunos de los actos cotidianos que llevamos haciendo toda la vida; nos invade un sentimiento de congoja y vergüenza por no haber cuidado más a ese cuerpo que nos lleva sirviendo inalterablemente durante todos estos años. Automáticamente, todas las otras prioridades de la vida bajan un escalafón en la escala de importancia para dejar su lugar en el podium a la salud, esa gran bendición que tantos de nosotros disfrutamos.
Es sólo entonces que tomamos el aparato de mirar al interior, y nos damos cuenta de que quizá hemos abusado demasiado de nuestros cuerpo y no lo hemos recompensado como era debido. Se ha creado un rasguño en la carrocería, es cierto, pero a cambio hemos ganado un recordatorio importante sobre la necesidad de mimar a ese inmenso universo que habita en nuestro interior.
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