Un viernes por la mañana, ligeramente más tarde que la rutina de un día habitual. Entras en el metro, tomas asiento en ese tren de la línea 5 que, como cada día, te lleva desde Oberkampf a Placa de Italie, con ese espectacular cruce del Sena donde sin falta le dedicas un guiño a Notre Dame.
Esos minutos de retraso se notan, puedes escoger asiento tranquilamente. Te despojas del abrigo, la bufanda y las bolsas. Tomas ese artículo dispuesta a leer al menos una sección. Antes, levantas la vista, y descubres una figura encorvada unos metros más allá. Es el músico que has visto otras veces –siempre, ahora que lo piensas, que te has permitido un pequeño retraso en tu rutina-. Ese señor, rozando esa peligrosa edad en la que pronto pasará a la categoría de anciano, con su sombrero ajado, su gabardina de tono indescriptible y su mirada risueña. Bien armado con guitarra magullada y su harmónica incorporada en un atril improvisado de fabricación a todas luces, casera, comienza a hilvanar una canción tras otra.
Desde la
Bourrée en mi menor de Bach, hasta el
Aleluya de Leonard Cohen, esta caja de música nos va hipnotizando uno por uno. Tan sólo se toma un par de minutos entre canción y canción, para anunciarnos, con una voz mucho más carrasposa que su cante, en un francés culto y elegante, qué es lo que tocará a continuación. Después de eso, respira profundamente, cierra los ojos unos segundos, y empieza la siguiente canción accionada por el ímpetu de su alma.
En sus labios, la eterna sonrisa indescriptible. En sus ojos, ese brillo inexplicable. Nos busca la mirada, nos dedica canciones -“
Vous connaissez cette chanson, madame?”, saluda a aquellos que, decepcionados por tener que acabar el concierto antes, le echan unas monedas. Con esa mirada de viejo conocido, para unos segundos para quitarse el sombrero y desear un día lleno de alegría a aquellos que reconoce de unos cuantos viajes compartidos. Nunca un Justin Beber provocó tanto fervor –o no al menos en unas condiciones similares-.
Y ese señor, que para muchos puede ser sinónimo de fracaso social –a su edad, tocando en el metro-, nos enseña una lección muy valiosa. Que uno debe tratar de hacer lo que le encanta en la vida. Muy probablemente, él tendría una vida más cómoda con un salario fijo, arropado por una discográfico o llenando estadios. O quizá no. El sabe que aquí nos tiene ganados. Que de todos los músicos que pasean por la línea 5, él es el único que se permite el lujo de no trashumar entre vagones y provocar una desaparición de auriculares a un gran número de espectadores, el que toca lo que quiere, el que evalúa, en tiempo real, el efecto que esto hace en nosotros.