Este fin de semana he estado de visita en una de mis ciudades favoritas del mundo, en la que fui muy feliz y en la que poseo grandes de cantidades de gente querida. He visitado a varios amigos, de esos que nos conocemos desde hace más de media vida y, a pesar de la tremenda ilusión los reencuentros provocan, he vuelto con una sensación un tanto amarga provocada en parte, mal que me pese, con el hecho de empezar a dejar la juventud atrás.
Por un lado, cada quedada ha sido muy especial, algo parecido a tomarnos de la mano, observar el recorrido pronunciado que ha dibujado la vida al llevarnos por caminos diferentes - todos ellos complicados, bellos y duros- y deleitarnos con la convergencia puntual, provocada por nuestra estima mutua, de seguir compartiendo una birra en cualquier Plaça del Diamant, tratando de imaginar, por unos instantes, que la vida no nos ha cambiado en absoluto.
Por otro lado, tras una toma de aire inicial, hemos abierto los ojos y el corazón y nos hemos contado algunas tempestades que no nos han dejado salir ilesos. Eso que podríamos llamar cuestiones fundamentales relacionadas con la vida y la muerte. He visto a buenos amigos iluminados de una manera que nunca antes había visto por haber engendrado vida, también he contemplado la sombra de preocupación en sus ojos ante todo lo que a esa criatura le puede pasar. He visto a amigos luchando a pecho descubierto con fantasmas del pasado y del presente, también he despedido a amigos que ya no pueden hacerlo porque prácticamente ya han dejado de existir.
Resulta que un fin de semana cualquiera de finales de febrero, descubres de pronto que por mucho que nades a contracorriente, el río es demasiado caudaloso para que te salgas con la tuya. La vida pasa, la vida nos pasa. Lo que hace pocos años hubiera sido un fin de semana lleno de arte, de amor, de alegría; se nos ha convertido en palabras mayores compartidas, pilares esenciales, alegrías inmensas, tristezas profundas, motivos irreversibles.
La sensación de envejecer puede sobrevenir de golpe, nos puede atrapar en pocos segundos –lo que cuesta pronunciar una frase- en nuestro propio espacio-tiempo, acompañados tan sólo de nuestras propias circunstancias. Irónicamente, la edad mediana es el punto en el que alcanzamos plena consciencia de la vida y de la muerte.
Cada existencia tiene sus vaivenes, que es como decir sus pormenores. El tiempo es como el viento, empuja y genera cambios. De pronto nos sentimos prisioneros de una circunstancia que no buscamos sino que nos buscó. Y para liberarnos de esa gayola es imprescindible pensar y sentir hacia adentro, con una suerte de taladro llamado meditación. De pormenor en pormenor vamos descubriendo el exterior y la intimidad, digamos el milímetro de universo que nos tocó en suerte. Y sólo entonces, cuando encontramos al muchacho o al vejestorio que lleva nuestro nombre, sólo entonces los pormenores suelen convertirse en pormayores.
Mario Benedetti. Vivir adrede.
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