En ocasiones, la vida pone en bandeja ocasiones ideales para reflexionar, para comparar el antes o el después, para valorar nuestros actos y nuestras consecuencias sin entrar a calificarlos como buenos o malos, sino más bien causantes de felicidad o no –el objetivo final de cualquier ser humano-.
En esos momentos, una tiene la lucidez suficiente para hacer balance. Decidir qué es lo que haría en el hipotético e improbable caso en que tuviéramos una segunda vida para hilar todos los aciertos que habríamos aprendido de la primera, a modo de calibración.
Recientemente, he experimentado una de esas oportunidades de abrir los ojos y reconocer resultados que, de tan evidentes, pasaban desapercibidos. En particular, Me he dado cuenta que, de todas las decisiones que he tomado en la vida a día de hoy, tan sólo cambiaría aquellas que no estaban en mi lista de deseos, sino en la de alguien más que me convenció para que los alojara como míos. Con esto, no quiero decir que otras personas tengan la culpa o que yo esté molesta o nada por el estilo, no. El gran aprendizaje de esto es que, de alguna manera, sin ser conscientes de ello, tenemos muy claro lo que queremos nosotros solos como personas individuales. Aquello que no nos convence de entrada suele ser porque no lo queremos. ¿Porqué malgastar el tiempo valioso haciendo algo que no queremos demasiado cuando podríamos estar haciendo realidad una inmensidad inmensurable de sueños propios?
En cualquier caso, si bien dudo mucho de que exista una segunda vida para ser “perfectos” – qué aburrimiento, por otro lado-, todavía nos queda una buena cantidad de años para poner en práctica eso que hemos aprendido a día de hoy porque la vida nos lo ha mostrado con claridad. Así que, en mi caso, para futuras épocas de decisiones vitales, la vida me acaba de regalar un enorme consejo: uno mismo es el mejor de los consejeros.