Una de las ventajas de vivir en una ciudad no tan soleadas como otras –ésta es la crítica principal a Paris del 95% de los españoles e italianos residentes en París- es que, hay días-sorpresa en las que el Sol aparta de un manotazo las nubes y elige iluminar cada resquicio de los balcones, de las piedras, de los jardines y de los rostros de sus habitantes.
Estos días son mágicos. Es como si, de golpe y plumazo, nos hubiéramos plantado en una primavera prematura y el aire, el fresco y ese calorcito que dora tímidamente la piel no deje lugar a otra opción más que la de echarse a la calle para tomarse un café y un croasán en una terraza junto a otros lugareños vecinos; y luego, nos paseemos por parques, ríos, mercados, jardines o simplemente las calles, despacito, sin prisas, sólo saboreando la fortuna de estar vivos, de tener techo, comida, salud, amor, amistad, alegría y, vivir semejante regalo.
Me preguntabas de donde sale la belleza. Después de pensarlo un buen rato, yo diría que sale de la fugacidad y la alegría. Estoy casi seguro. O quizá sirva una imagen: la belleza sale del temblor del puente que comunica las cosquillas con la verdad. Cuando tiembla este puente, es señal que algo importante está cruzándolo.
El viajero del siglo. Andrés Neumann