Como raza humana, sabemos que nuestro último sentido está en nuestra descendencia, en perdurar lo que somos, en traspasar todo lo bueno que somos, que hemos aprendido y conseguido a aquellos que estarán a nuestro cargo y dependerán de nosotros durante un buen número de años: nuestros hijos.
Quizá por eso, existe una inmensa mayoría que ve en los hijos una inmensidad de alegría -nublada quizá por alguna que otra noche en vela sin importancia- y un amor incondicional –siempre he escuchado que un hijo no sabe lo que sus padres le quisieron hasta que fueron padres-. Sin embargo, sólo en una ocasión escuché a alguien, con toda su valentía, decir algo diferente -Guille, un beso desde aquí-: un hijo está indefenso, tiene toda una vida de desubicado sufrimiento y desorientación por delante en la que, ni siquiera la gente que más le puede querer, podrá hacer nada para evitarlo. En una palabra: impotencia.
Es cierto que también le quedan muchos amigos, besos, risas y experiencias que vivir, pero… seguramente a nadie le gustaría volver a tener quince años de nuevo, ¿no es cierto? El crecimiento y fortaleza que hoy día hemos conseguido es un trofeo demasiado valioso.
Recuerdo que aquello me dió mucho que pensar: la imposibilidad de pasar una herencia de vida a nuestros hijos. La imposibilidad de crear una personita con todos nuestros errores, lecciones y deslices superados y aprendidos. Al contrario, crear una personita con una gran página en blanco lista para llenar de futuros errores a cometer y enmendar. Lo mismo que hemos hecho nosotros día tras día.
Los hijos dan mucha alegría y todo eso que se dice, pero también dan mucha pena, permanentemente, y no creo que eso cambie ni siquiera cuando sean mayores, y eso se dice menos. Ves su perplejidad ante las cosas y eso da pena. Ves su buena voluntad, cuando tienen ganas de ayudar y de poner de su parte y no pueden, y eso te da también pena. Te la da su seriedad y te la dan sus bromas elementales y sus mentiras transparentes, te la dan sus desilusiones y también sus ilusiones, sus expectativas y sus pequeños chascos, su ingenuidad, su incomprensión, sus preguntas tan lógicas y hasta su ocasional mala idea. Te la da pensar en cuánto les falta por aprender, y en el larguísimo recorrido al que se enfrentan y que nadie puede hacer por ellos, aunque llevemos siglos haciéndolo y no veamos la necesidad de que todo el que nace deba empezar otra vez desde el principio. ¿Qué sentido tiene que cada uno pase por los mismo disgusto y descubrimientos, más o menos eternamente?
Javier Marías. Los enamoramientos.
uff, menuda preguntita con la que acabas... si encuentras la respuesta difúndela please...
ResponderEliminarTri: Supongo que cada uno se justifica ese sentido como quiere... o cómo no, de eso se trata la vida...
ResponderEliminarEsto es lo máximo a lo que aspiro a constestar la pregunta... ;)