No se si lo habéis notado, pero las ciudades –como las personas- desprenden olores característicos. No siempre, solamente en ocasiones. A veces el aroma dura unos segundos, otras se mantiene durante semanas, y en muy raras ocasiones, se nos mete entre los sueños y no se desagarra nunca.
Barcelona tiene un perfume totalmente característico de humedad. Se desprende sobre todo en las noches gélidas o lluviosas de invierno, o en las de verano… Huesca tiene un aroma a vino rancio… Granada es más como a café algo quemado… París rezuma fragancia a leña… En San Francisco se respira el olor a hierba mojada… En fin, cada uno tenemos nuestra lista particular. Supongo que algunas más objetivas que otras.
Las personas, por supuesto, también tienen un olor permanente. Basta con pasar una noche con alguien para que ese olor te acompañe todo el día. Por no hablar el de nuestros padres o hermanos. El caso es que éste es más indescriptible es quizá más sutil, o más mezcla, o menos inclasificable.
Lo cierto es que, si por un motivo totalmente casual, nos cruzamos con un olor evocador de otros tiempos, personas o lugares, tengamos por seguro que nos transportará automáticamente. Por unos instantes, nos dejará perplejos, indecisos y melancólicos. Algo ciertamente cercano al transporte espacio-temporal.
Cleopatra huele a canela, pero no siempre. Por la mañana huele a sudor dulce, a sábanas que se enredan en las piernas que no quieren abandonar el sofá cama tan temprano (las seis), a enfado con la vida, que empieza demasiado pronto y que la arroja a los brazos de una realidad fría y solitaria. A mediodía huele a sudor amargo, a lejía, a amoniaco perfumado, a estropajo, a comida barata tomada de pie, en el metro o en el autobús, o apoyada en el banco de la cocina para no perder tiempo. Por la tarde es cuando huele a canela. Y a cansancio, y a tobillos hinchados, y a huevos, y a leche, pero sobre todo a eso, a canela.
El tiempo mientras tanto. Carmen Amoraga