Hablar de violencia, de radicalismo y extremismos es tan complicado que no se hacerlo. Así que me voy a limitar a contaros con una aproximación muy burda en formato palabras, de cómo debe ser vivir en país con esos ingredientes. Lo puedo contar, porque este viernes, 13 de noviembre, vivimos en París un simulacro tremendamente realista.
A estas alturas, todos sabemos lo que ha pasado. Lo de siempre, la falta de educación, la ausencia de autorreflexión y una carencia de personalidad propia lleva a masas de personas a hacer actos que no tienen ni pies ni cabeza. Eso no importa demasiado, mientras no afecte al de al lado, o al de al lado a la enésima potencia. Es entonces cuando te sientes indefensa, y frágil y pérdida. Cuando las reglas del juego cambian sin tu consentimiento. Y te preguntas cómo debe ser vivir todos los días en una tortura similar.
Este viernes, cuando allí fuera unas manos impasibles disparaban contra jóvenes que tomaban algo, cenaban o escuchaban un concierto como yo tantas veces he hecho en esos mismos bares y esa misma sala, tuve la fortuna de estar viendo una película en unos cines cerca de mi trabajo. Cuando ésta estaba terminando, algo de inquietud empezó a extenderse por el cine, un par de personas dejaron la sala bruscamente hablando por su teléfono y algunas otras miraban su teléfono sin parar. Allí nos enteramos que estaban matando, en París, en varios sitios, a cualquier persona, sin criterio, sin orden aparente ninguno. Joder, esa sensación es terrible, escalofriante y no se la deseo a nadie.
Cuando conseguí hablar con mi familia, me enteré que uno de los tiroteos (el del Bataclán) está a tan sólo cinco minutos de mi casa a pie, justo donde cojo el metro todos los día para ir a trabajar. Evidentemente, eliminé la opción de ponerme a seguro en mi casa. Luego me enteré que tampoco hubiera podido, porque habían evacuado la zona. Esa es otra vivencia horrible. Saber que el sitio que consideras tu casa, tu hogar, tu refugio, ha dejado de serlo.
Mientras nos apresuramos a ponernos a buen seguro, y cogíamos un autobús para ello, no dejábamos de mirar a nuestro alrededor, esperando ver, en cualquier momento a un loco con una metralleta, apuntándonos con una sonrisa despiadada. Tercera vivencia de pesadilla. No saber donde está el peligro y si te va a tocar a tí. Ésta, sin embargo, es algo que viene de fábrica y siempre estará con nosotros. Nuestro cerebro es capaz de hacernos olvidar que la muerte, cualquier tipo de muerte, nos puede acechar en una esquina cualquiera. Pero la realidad es la que es, seamos conscientes o no.
Finalmente, la sensación de, aún estar a seguro, saber que podrías haber sido tú. Que si eso hubiera sido de lunes a jueves, tenía muchas papeletas de que me hubiera tocado la china. Mismo sitio y misma hora, sólo que un día afortunado. Lo poco que hace falta para que las auténticas prioridades salgan a flote. Levantarte por la mañana y mirar el periódico esperando encontrar muchos más masacres. La espera de la bomba de relojería. Monstruosa y despiadada sensación.
Y aún así y con eso, hoy, cuando he entrado en mi casa finalmente, y he visto que todo estaba en orden, que mi barrio parecía más o menos tranquilo –la gente en sus terrazas, los comercios abiertos, los autobuses y metro con normalidad-, he experimentado una última sensación: la de alivio, la de sentirme tremendamente afortunada -una vez más-, la de saber que la vida me ha dado tregua, que esta vez no me ha tocado a mí, ni a los que quiero, que las cosas importantes son muy pocas y muy claras, que la vida puede ser tan corta que mañana, ya no estemos aquí.
Paz y amor desde aquí a la gente importante, ésa que hacéis del mundo un lugar habitable al fin y al cabo. Mi más enorme gratitud a todos los que durante este fin de semana me habéis mandado más de trescientos mensajes, llamadas y correos.
La guerra como sublimación del caos. Un orden con sus leyes disfrazadas de casualidad.
El pintor de batallas. Arturo Pérez-Reverte