domingo, 2 de junio de 2013

DE CABEZA



Hubo un tiempo en el que aprendimos a saltar las olas. Un tiempo en el que no nos asustábamos ante las paredes repletas de energía arrolladora. Un tiempo en el que disfrutábamos y nos relajábamos con la fuerza de los elementos. En el que dejarnos llevar por lo que está por encima de nosotros provocaba placer, nos empachaba de libertad. Tiempo en el que sabíamos de la existencia de más océanos, más gotas, más libertad desencadenada.

Poco a poco, nos fue atrapando el miedo. Ya no nos acercábamos mucho a las grandes trombas de agua. Ya no nos arriesgábamos a sentirnos golpeados. Nos enseñaron a pasar las olas por debajo para evitar cualquier tipo de golpe. Perdimos la inocencia. Nos hicimos realistas, preocupados, mayores. Dejamos de confiar en el mar, en que nos acunaría, nos diría qué hacer, nos tranquilizaría.

Pero ese distanciamiento está acabando. Vamos a volver zambullirnos entre las corrientes, vamos a diluir todos los músculos, a sentir la escozor de la sal, a llenarnos de luz y brisa. Vamos a confiar en el despertar de esa energía que nos zarandea y nos sopla las heridas. Vamos a bracear y despertar de este letargo.

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