miércoles, 24 de agosto de 2011

DESCENDIENDO

Como raza humana, sabemos que nuestro último sentido está en nuestra descendencia, en perdurar lo que somos, en traspasar todo lo bueno que somos, que hemos aprendido y conseguido a aquellos que estarán a nuestro cargo y dependerán de nosotros durante un buen número de años: nuestros hijos.

Quizá por eso, existe una inmensa mayoría que ve en los hijos una inmensidad de alegría -nublada quizá por alguna que otra noche en vela sin importancia- y un amor incondicional –siempre he escuchado que un hijo no sabe lo que sus padres le quisieron hasta que fueron padres-. Sin embargo, sólo en una ocasión escuché a alguien, con toda su valentía, decir algo diferente -Guille, un beso desde aquí-: un hijo está indefenso, tiene toda una vida de desubicado sufrimiento y desorientación por delante en la que, ni siquiera la gente que más le puede querer, podrá hacer nada para evitarlo. En una palabra: impotencia.

Es cierto que también le quedan muchos amigos, besos, risas y experiencias que vivir, pero… seguramente a nadie le gustaría volver a tener quince años de nuevo, ¿no es cierto? El crecimiento y fortaleza que hoy día hemos conseguido es un trofeo demasiado valioso.

Recuerdo que aquello me dió mucho que pensar: la imposibilidad de pasar una herencia de vida a nuestros hijos. La imposibilidad de crear una personita con todos nuestros errores, lecciones y deslices superados y aprendidos. Al contrario, crear una personita con una gran página en blanco lista para llenar de futuros errores a cometer y enmendar. Lo mismo que hemos hecho nosotros día tras día.

Los hijos dan mucha alegría y todo eso que se dice, pero también dan mucha pena, permanentemente, y no creo que eso cambie ni siquiera cuando sean mayores, y eso se dice menos. Ves su perplejidad ante las cosas y eso da pena. Ves su buena voluntad, cuando tienen ganas de ayudar y de poner de su parte y no pueden, y eso te da también pena. Te la da su seriedad y te la dan sus bromas elementales y sus mentiras transparentes, te la dan sus desilusiones y también sus ilusiones, sus expectativas y sus pequeños chascos, su ingenuidad, su incomprensión, sus preguntas tan lógicas y hasta su ocasional mala idea. Te la da pensar en cuánto les falta por aprender, y en el larguísimo recorrido al que se enfrentan y que nadie puede hacer por ellos, aunque llevemos siglos haciéndolo y no veamos la necesidad de que todo el que nace deba empezar otra vez desde el principio. ¿Qué sentido tiene que cada uno pase por los mismo disgusto y descubrimientos, más o menos eternamente?

Javier Marías. Los enamoramientos.

2 comentarios:

  1. uff, menuda preguntita con la que acabas... si encuentras la respuesta difúndela please...

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  2. Tri: Supongo que cada uno se justifica ese sentido como quiere... o cómo no, de eso se trata la vida...

    Esto es lo máximo a lo que aspiro a constestar la pregunta... ;)

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