jueves, 28 de mayo de 2015

EL FUEGO INFINITO



Sí, pero quién nos curará del fuego sordo, del fuego sin color que corre al anochecer por la rue de la Huchette, saliendo de los portales carcomidos, de los parvos zaguanes, del fuego sin imagen que lame las piedras y acecha en los vanos de las puertas, cómo haremos para lavarnos de su quemadura dulce que prosigue, que se aposenta para durar aliada al tiempo y al recuerdo, a las sustancias pegajosas que nos retienen de este lado, y que nos arderá dulcemente hasta calcinarnos. 

Rayuela, Julio Cortázar.

domingo, 24 de mayo de 2015

COSMÉTICA EN MOVIMIENTO



De todos es sabido que cada cultura tiene sus curiosidades, particularidades y diferencias que, precisamente, la hace única. Esas identidades, pueden ir desde minúsculas e imperceptibles variaciones de lo cotidiano, hasta enormes giros del pensamiento que en efecto, cambia, la manera en que vemos todo.

Tras mi experiencia en E.E.U.U., donde ya me calcé mis gafas de exploradora y me dispuse a vigilar de cerca esas costumbres bizarras –o no, todo depende de cual sea el sistema en reposo-, en Francia este proceso es mucho más sutil ya que la brecha cultura es muchísimo más estrecha.

Una de estos minúsculo detalles que observo prácticamente todos los días es la destreza con que las mujeres francesas se maquillan. Armadas de un pequeño estuche de maquillaje: una sombra, un lápiz de ojos, un pincel, un rimel o una barra de labios; aprovechan cualquier instante desaprovechado para maquillarse o retocarse, como si estuvieran en el tocador de su casa. Para mí, esto es algo que siempre he visto en películas de otra época y lo encontraba acorde a esos años: la mujer debe estar impecable para que sea agradable a la vista… Mientras que el hombre, no se le ocurriría peinarse o afeitarse en público jamás. Sin embargo, ¿en el siglo XXI?

Intentando entender esta costumbre –si es que hay algo que entender, a veces las costumbres son sólo eso-, me pregunto si no tendrá quizá un toque reivindicativo. Por ejemplo, me imagino una de estas chicas pensado: “no necesito salir de casa arreglada –la destreza con que manejan el rimel hace que en 2 minutos estén listas, y también que no pierdan un ojo en cualquier frenazo del metro-, sino que puedo elegir qué momento de mi vida hacerlo”…

En mi caso, me causa incluso rubor la simple idea de hacerlo. ¿Quién sabe? Exhibir a un público anónimo tus rituales diarios quizá sea la mejor manera de vencer el miedo escénico a cualquier cosa que nos propongamos en la vida.

lunes, 18 de mayo de 2015

MOTIVOS INNUMERABLES



Me acordé de Mi Vida, aquella caja tan grande, envuelta en un papel rojo y asegurada con tantos lazos, y me pregunté de qué había resultado estar rellena. Desde entonces, lo único que me compensa por las pocas cosas que hay dentro es la certeza del amor que siento por esas pocas cosas, una docena de luces de colores, dos niños, un par de libros que me pertenecieron un poco mientras los traducía, ciertos amigos, ciertas amigas, la memoria de un amante que se convirtió en marido, el pequeño talento que hizo de mí una cocinera autodidacta, la asombrosa emoción que experimento todavía al hablar tres idiomas que no son el mío, algunos sabores algunos olores, algunas noches memorables, algunas risas que aún no se han apagado del todo. 

Atlas de Geografía Humana. Almudena Grandes

miércoles, 13 de mayo de 2015

LO EFÍMERO Y LO ETERNO

Arramplemos con cada momento transitorio de esta vida inimaginable, con cada uno de esos segundos que ya pasó, que ya no está.


Yo, consecuentemente, y mientras tanto, me voy a explorar las Francias –aprovechando estos huecos espacio-temporales vacacionales del mes mayo francés- con amigos que vienen de la eternidad.

domingo, 10 de mayo de 2015

GEOGRAFÍA LITERARIA



Como me suele pasar en casi todas las celebraciones de cumpleaños, uno de los regalos estrella que recibo suelen ser libros -nada de documentos pdf, un libro con su peso y sus hojas, siento la chapadez a la antigua-. Entre este día y el de Sant Jordi, poco menos de un mes después, suelo renovar el 90% de mi biblioteca del año.

El año pasado –mi primer cumpleaños parisino-, recibí montones de libros sobre el Paris más práctico: las calles, los sitios escondidos, los mapas, los cafés, los restaurantes… Eso, unido a esas maravillosas visitas guiadas mensuales que aprovecho siempre que puedo, hace que Paris me siga maravillando cada día más y que cada vez quieras encontrar detalles de lugares más recónditos si cabe.

Este año, como no podía ser de otra manera, también recibí montones de libros pero eso sí, el estilo ha cambiado. Por algún motivo, la gente que me quiere piensa que mi francés ya es suficientemente bueno para leer poesía de Les Fleurs du Mal de Baudelaire; teatro como Les femmes savantes de Molière y novelas de otros autores de renombre traducidas al francés. Además, otros clásicos parisinos –aunque no en francés- como A moveable Feast de Hemingway, Down and Out in Paris and London de Orwell, o Paris no se acaba nunca de Enrique Vila–Matas, están ahí esperando su turno.

El caso, es con esta avalancha de literatura de otro nivel –ya no estamos hablando del Petit Nicolas de Goscinny, con todos mis respetos y mi amor por estos libros que me han hecho pasar muy buenos momentos desde hace muchos años-, me acordé de este magnífico mapa literario de Londres con el que di hace tiempo, en el que, de un plumazo, muestra gran parte de la literatura londinese en los lugares en los que ha pasado –ojo al reto-.

En Paris, no he encontrado al análogo a esta maravilla, pero si que encontrado esta aplicación literaria, mucho menos completa y menos estética, pero util, al fin y al cabo. Si se mira con detalle, se puede descubrir información muy interesante que complementa a la que cada uno traemos de fábrica. En mi caso, desde ya, voy a empezar a dedicar un mapa parisino a las rutas literarias, que en el fondo son la ruta de nuestras vidas –como indicaba ya Borges y reproduce la cabecera de estos lares timoneros-.

A veces, una ciudad puede ser en sí misma un fermento de actividad intelectual. Sobre todo cuando en ella confluyen y se amalgaman vectores ideológicos llegados de distintas latitudes: de esa confrontación nace un mestizaje enriquecedor. Es lo que ocurrió en París inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial. En el crisol vecino al Sena hirvieron juntas las ideas de Marx y las de Freud, las de Husserl y Heidegger con las de Bergson y Kierkegaard, las de Bakunin y el Marqués de Sade con los estilos narrativos de Faulkner y Dos Passos, o los dramáticos de Ibsen y Strindberg, el solipsismo de Max Stirner con el pesimismo de Giacomo Leopardi y las aporras de Kafka... Todo ello al ritmo de John Ford o Jean Renoir. El resultado no fue solamente una nueva forma de pensar, sino también una actitud vital frente a la política, el sexo, el arte... y los restos de un mundo dividido, convaleciente de una guerra atroz enfermo ya de otra guerra, fría en este caso pero no menos cruel ni decisiva. En ese marco sólo se hallaron soluciones transitorias y dudosas, pero se plantearon los problemas que de verdad importaban. Quizá en ningún momento ni en ningún lugar se pueda pedir más.  

Lugares con genio. Fernando Savater

domingo, 3 de mayo de 2015

EL ÚLTIMO METRO

Llovía como pocas veces lo hace en las grandes ciudades: sin fundamento. Ahí fuera, el agua caía de todas direcciones, mojaba, calaba los huesos y empapaba el alma. Con esa tempestad, no era absoluto apetecible abandonar esa atmósfera caliente, como de vientre materno que se había creado en aquella cafetería deliciosamente recargada de fotos de músicos de jazz a unos pasos de la Avinguda Paralel.

Miró la esfera empañada de su reloj de pulsera. Calculó que todavía tenía unos veinte minutos para esperar que aquella tormenta primaveral apaciguara. Pidió otro café con coñac; aquellos que calentaban el cuerpo y creaban un ronroneo agradable en la garganta.

¡Flash! El café palideció durante un instante kilométrico. Un instante de profundo silencio asoló la sala, al que siguió una estrepitosa explosión de un trueno como hacía muchos años que no escuchaba. La chica de la mesa contigua, que no dejaba de escribir con delicadeza, lanzó a su alrededor una rápida mirada nerviosa, algo sobrecogida, a la que él respondió con un guiño y un atisbo de sonrisa. 

Volvió a mirar la hora: las 11.15 de la noche. Ya no disponía casi de tiempo si quería coger el metro. Lanzó una última mirada fugaz desde la privilegiada posición de su mesa al lado del cristal escurridizo y difuso del establecimiento. La tormenta no parecía haber remitido ni un milímetro. Pensó en ese paraguas plegable de bolsillo que llevaba absolutamente todos los días con él, y que ahora, yacía, olvidado en la silla de su despacho, camuflado como un mueble más.

Irremediablemente iba a llegar empapado a casa, pero no tenía otra opción. Sacó un flamante billete de diez euros del bolsillo, lo dejó en el mostrador y, con su desamparo acuático, salió corriendo como alma que lleva el diablo hacia el metro Poble Sec.

Ni siquiera notó que ya no le caía una lluvia torrencial en la cabeza cuando bajó las escaleras del metro. Ni que unos tacones nerviosos seguían su ritmo presuroso. Marcó su ticket y escuchó el rumor del metro que se acercaba en dirección Zona Universitaria. Se abalanzó escaleras abajo, desesperado y, saltó en el último vagón del metro, un segundo antes de que se cerraran las puertas. Mientras recuperaba la respiración, se dio cuenta, con sorpresa que la chica que minutos antes escribía a su lado, le miraba desde el otro lado del cristal, en una estación en reposo que cada vez se alejaba más. Había perdido su metro.

Miró de nuevo su reloj: las 11.40. Tenía tan sólo un par de paradas para hacer transbordo en Sants Estació. 11.46, un puñado de personas apremiadas por un minutero universal entablaban un maratón exasperado en dirección a la línea 5. Qué curioso –pensó- este transbordo que realicé tantas tardes cuando volvía de la universidad y ahora parece tan diferente sin todas esas carpetas coloridas de los estudiantes.

De nuevo, el estruendo del metro acercándose suspendió sus pensamientos. Aceleró algo más y esta vez, con un poco más de respiro pudo presenciar la entrada del metro en la estación. Giró el pomo de la puerta de su vagón, entró triunfalmente y tomó asiento en uno de sus asientos predilecctos –en la misma dirección que el conductor, con vistas a todo el vagón-.

Sólo en ese momento, se dio cuenta de que sus pies rezumaban agua por todos lados –probablemente al meter el pie en uno o varios charcos-, que estaba dolorido, cansado e incluso algo mareado. Sin embargo, nunca se había sentido tan bien en su vida. Lo había conseguido. Había cogido el último metro.

(Relato presentado al concurso de "Relats Curts de TMB")