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Por increíble que parezca, nadie ha escrito un libro sobre ella, ni se han inspirado en su historia para hacer una película –con excepción de las de superheroínas-. Ella, aún a sabiendas que las cartas que le había tocado jugar eran poco beneficiosas, se lanzó a jugar su partida, y, empujada por su madre –otra gran mujer- se marchó y empezó de nuevo, una y otra vez hasta la saciedad.
El esfuerzo sin límites y el durísimo trabajo le han dejado huellas visibles en su cuerpo. A pesar de eso, nunca renunció a su derecho a la felicidad, y por eso, labró su vida con ganas, no se permitió el lujo de tener miedo a nada, regó los tremendos desgarros de su vida con unas increíbles ganas de ser feliz, se agarró a su tremenda fortaleza para seguir adelante y, aceptó lo que la vida le trajo –y precisamente por eso, la vida, poco a poco se lo fue agradeciendo-.
Con las circunstancias que hoy día disfrutamos muchos de nosotros, ella hubiera podido ser quien hubiera querido ser –bendita curiosidad y afán de sabiduría-. Y, finalmente, la vida le trajo hasta aquí. Y por eso, mi madre, la auténtica Carmencita, es el mejor ejemplo de tesón, alegría y esfuerzo que conozco. Su infinita energía para seguir adelante la ha perseguido desde siempre y eso, es algo que ella misma escogió como herencia y es algo valiosísimo que sus hijas recibimos. Cada día que pasa aprendo algo nuevo de ella, gran maestra. Y sólo verla ahora con sus preciosas arrugas –de dolor y de sonrisas- me hace sentir un enorme orgullo de ser su hija y una enorme responsabilidad de estar a la altura.
Felices setenta, madre, que cumplas muchísimos más.
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