Esta semana acabé con los últimos exámenes de las dos asignaturas de un master de Astrofísica que he impartido este año por primera vez. La verdad es que todo el proceso de las clases ha sido una experiencia fabulosa. He de decir que he partido de un buen material ya preparado para construir mis clases, que las clases han estado suficientemente espaciadas como para no llegar a agobiar y que los alumnos estaban excesivamente motivados –son trabajadores que siempre tuvieron interés en aprender más sobre Astronomía y se nota que lo hacen con un entusiasmo impecable-.
Y yo, que siempre ando replanteándome si estoy haciendo lo correcto, me reafirmo en algo que ya sabía, pero ahora he comprobado de primera mano: de todos los posible trabajos que podría hacer, la enseñanza es uno de los trabajos más gratificantes que he probado nunca. Me encanta observar el instante preciso en el que un alumno entiende algo; alucinar con el afán de superación que los seres humanos podemos tener cuando nos gusta algo; empatizar con las dudas que otras personas pueden tener; tratar de explicar algo de maneras diferentes hasta que una de ellas funciona...
Además, me resulta un trabajo importantísimo, uno de los pocos capaz de cambiar el rumbo de la Humanidad si se hace bien. Por ejemplo, si yo no hubiera tenido la profesora de matemáticas que tuve en el instituto –un besazo desde aquí, Carmen-, probablemente estaría en algún lugar completamente diferente. Y quizá eso no tenga mucha importancia para la Humanidad, pero imaginad que Einstein
hubiera tenido un profesor penoso de Física... Creo que además, es un trabajo que provoca un rejuvenecimiento instantáneo, proporciona energía, permite moldear la creatividad -nuestra y la de los demás- y no implica sentimientos de culpabilidad por no haber alcanzado límites de superhéroes –autoimpuestos o no-.
Me alegra mucho esta confirmación porque cuando yo siempre he insistido en las virtudes de la enseñanza, muchos me han reprochado un “si claro, pero eso es porque casi no la has probado”. Ahora si, y aún sabiendo que he tenido unas condiciones inmejorables, me reafirmo en que es un trabajo que encaja perfectamente con la persona que soy. Así que, profesores del futuro, hacedme un hueco, que un día -más pronto que tarde- me voy a unir a vosotros.
Yo amaba las matemáticas, y como cualquier converso a una fe rara, árida, sospechosa incluso para el reducido número de sus adeptos, experimentaba un placer extraordinario al reclutar nuevos fieles para mi templo de lógica y cifras, por eso me gustaba tanto enseñar, y en mi pequeña vida de enfermera perpetua no existía una emoción comparable al asombro que brillaba en los ojos de un crío cuando una luz desconocida se derramaba en su mente y me anunciaba, gritando casi, que de pronto había entendido el mecanismo de las operaciones con decimales, esas comas que a principio de curso ninguno era capaz de colocar en su sitio. Me gustaba enseñar, y preparar las clases, encontrar la manera más fácil de explicar lo más difícil, inventar yo misma los ejercicios que propondría cada mañana, y nunca utilicé un libro de texto, nunca seguí los programas diseñados por el Ministerio, utilizaba mis propios métodos y procuraba no mandar a los niños con deberes a casa, pero mi clase era, invariablemente, la mejor preparada de todo el curso, a pesar de que cargaba con todos los repetidores, con todos los tarugos, con los peores estudiantes del colegio, y a todos les sacaba partido porque ninguno era capaz de agotar mi paciencia, y los niños me querían, me sonreían, me besaban, venían a verme tres y cuatro años después de haber pasado por mis manos, y a mí también me gustaba verles progresar, verles crecer, contemplarles el último día del último cursos, corriendo como locos, las notas en la mano, preguntándose por dentro cómo se las arreglarían con los profesores del instituto.
La buena hija. (Modelos de Mujer). Almudena Grandes