domingo, 12 de abril de 2015

PAUSAS AÉREAS



Para mí los aeropuertos siempre han sido lugares muy particulares. Supongo que todos aquellos con miedo a volar, les produce más bien un sentimiento de repulsa, pero a mí, volar es una actividad que me parece fascinante. Cada vez que ese avión levanta todo su estructura y empezamos a ver cómo las cosas se hacen pequeñitas, me sobreviene un sentimiento de euforia, de pensar que he tenido la gran suerte de poder viajar –por un módico precio- en uno de esos cacharros.

El caso es, que dejando de lado de esa función primordial que cumplen los aeropuertos de transportarnos rápida y eficazmente de un lado a otro, en mi caso, es siempre un buen caldo de cultivo para conocer gente. Y ojo, que no hablo de gente mundialmente conocida como más de uno que me he encontrado deambulando por los pasillos de luces cegadoras de los aeropuertos, no. Hablo más bien de la gente de la calle, la que vemos todos los días.

Casi no puedo recordar ningún vuelo en el que no haya entablado conversación con el del asiento de al lado, el que espera en la cola delante tuyo, o el que le cae un zapato tuyo encima de sus llaves tras pasar el escáner. Ya me ha dejado de sorprender la facilidad con la que se empieza preguntando sobre la opinión de tu compañero de fila sobre el libro que lleva entre manos y que tú te estás planteando leer, o sobre el trabajo que ejerce alguien –por ejemplo, en mi primer vuelo a los E.E.U.U., mi compañero de asiento me ofreció trabajo en su empresa si resolvía un problema de investigación operativa- o si quieres compartir un café –malo y caro- en una de esas cafeterías homogéneas de aeropuerto. Ya no me extraña en absoluto los intercambios de correos electrónicos, teléfonos y contactos posteriores cuando sabes que ese breve periodo de tiempo llega a su fin, pero que he ahí una persona interesante, digna de seguir en contacto.

No se muy bien cual es el factor que propicia todo esto: quizá estamos más relajados –si vamos o volvemos de vacaciones-, quizá nos da pereza trabajar y preferimos charlar, quizá nos sentimos en un espacio neutro en el que las normas de educación estándar pierden mucho de su sentido. En cualquier caso, me parece que nos movemos más por instintos, por actos reflejos de actuar después de fijarnos en personas que nos parecen interesantes, sin tapujos, sin miedos a que luego se nos señale con el dedo. Es algo parecido a recuperar parte de nuestra vitalidad natural, nuestra niñez, nuestra libertad inmaculada.

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