lunes, 30 de mayo de 2016

NARICES RESPINGONAS (DE UNA PENÍNSULA)



Acabo de terminar un par de diitas donde me he dedicado a re-explorar Lisboa –aún voy a estar toda la semana, pero de conferencia, el turismo queda clausurado-. Y digo re-explorar porque en realidad yo ya había estado en Lisboa dos veces. La primera hace ya más de ocho años en un puente de la Inmaculada de mi último año de tesis donde, con mi amiga Núria –un besote desde aquí- , nos fuimos allí de aventura. La segunda, hace muchísimos años más, fue con mis padres y hermana en uno de esos viajes vacacionales que hacíamos a diferentes partes de la península Ibérica.

Visitar de nuevo Lisboa me ha sorprendido porque realmente me ha parecido una ciudad casi desconocida. Por ejemplo, la impresión que me llevo esta vez de Lisboa es la de muchas reminiscencias a Granada y a San Francisco –obviamente aquí hablan mis sesgos también-. Granada en cuanto a las calles adoquinadas, empinadas y las colinas desde las que ves otras colinas –por ejemplo, la montaña donde está el Castelo de San Jorge sería como ver la montaña de la Alhambra, bien desde el Albayzin, si se está en el O’Chiado; bien desde el Sacromonte, si se está en la Alfama. San Francisco por esas cuestas de vértigo, esos tranvías tan pintorescos que corren por sus calles, ese mar –o río- azul al fondo que se vislumbra casi al final de cada cuesta y como no, ese puente rojo tan parecido al Golden Gate. Es extraño porque es como si hubiera estado ya en Lisboa pero de otra manera diferente a las que había estado antes.

Aparte de eso, la amabilidad e los lusos, ese idioma lleno de crujidos que hablan y ese arte culinario tan increíble que tienen, no ha cambiado ni un ápice de la idea sobre los portugueses que ya tenía bien establecida. Hace varios años, cuando estuvimos con Núria, recuerdo cruzar el río, subir una montaña para ir a comer dos besugo recién pescados –en serio, vimos llegar al señor con la caña- con su buena garrafa de vinho verde por seis increíbles euros por cabeza. Esta vez, incapaz de volver a ese sitio, me había resignado a que todo sería peor, pero la verdad es que… ir a un buen restaurante portugués es casi para echarse a llorar. Sin parar de sonreír, los camareros del restaurante -que hablan diez lenguas a la vez- te sirven una retahíla de pescaditos, ensalada, patatas, tapitas, vinos... de una manera educada y cordial; y cuando piensas lo que te va a doler al pagar… te cobran 10 euros. Así es. No sólo eso, si te sales un poco de la parte más turística, y entras en una pastelería de barrio puedes tomarte un pastel de leite y un café por la suma irrisoria de 1.65 euros. Y en zona turística –de parada obligada pasar por la Confeitaria Nacional en la Plaça da Figueira y pedirte un coelinho y un buen café mientras aclaras tus pensamientos escribiendo y mirando las fantásticas vista al Castelo desde la ventana. A 2.95 euros la broma.

Mientras las calles de Lisboa siguen manteniendo el punto justo de decadencia –guardado únicamente como reclamo turístico, imagino-, los interiores destacan por una pulcritud impresionante. Los tranvías conviven apaciblemente con los ferries y los buses, todo un poco más lento que una ciudad más “ametrizada” pero aún así con una efectividad bastante impresionante. Otra delicia para hacer, como no, es seguir la huella de Fernando Pessoa e ir a tomar un café a la A Brasileira o entrar en la que dicen que es la librería más antigua del mundo, la Bertrand, justo al ladito.

Supongo que todos estos factores influyen enormemente a que Lisboa esté abarrotada de turistas –he escuchado infinitamente más francés, italiano, español e inglés que portugués estos días-. Eso me ha causeado algo de saudade –¿será el ambiente?-. Por un lado, Lisboa se merece ostentar el título de una de las capitales más bonitas de Europa o del mundo. Por otro, como siempre, la maldición del turista. Cada vez resulta más costoso encontrar un sitio donde la carta no esté en varias lenguas, donde los fados no sean de mentira, donde los miradores no se encuentren llenos de individuos con mochila con un palo de selfies, donde comprar una lata de sardinas no sea un souvenir, o un momento donde la cola para comprar Pastéis de Belém no de la vuelta al edificio. Pero bueno, esa es otra historia, no la de Lisboa, en particular.

Lisboa, un placer volver a reencontrarte.

4 comentarios:

  1. He estado en Lisboa un par de veces, la primera volví escayolado por una caída inoportuna en la Estufa Fría. La segunda la noté muy cambiada, no sé si a mejor, más "europea" (esto no es un halago). No obstante, espero volver en julio y seguir todas tus indicaciones.

    Imagino que conoces dos libros de Muñoz Molina: "El invierno en Lisboa" y "Como la sombra que se va".

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    1. Atticus: Qué curioso parece que todos estamos de acuerdo en que ha cambiado sustancialmente... Yo también tengo la sensación y tengo mis sentimientos encontrados (precisamente por lo que comento al final). Ya me contarás cuando viajes en Julio.

      No he leído los libros, aunque he oído hablar de ellos. Apuntados quedan. ¡Gracias!

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  2. Muchas gracias por ese relato tan bonito sobre tu re-exploracion de Lisboa!...que ganas de..vivirla! ;)
    Yo tambien la encontre cambiada la ultima vez que fui, mas moderna y quizas un pelin menos "decadente" que la primera vez. Sinceramente no se si es bueno o malo para la ciudad, y sobretodo para sus habitantes..,

    Un besote desde tu Paris...inundada! :(
    Por cierto..de que color era el sol?? ya no me acuerdo...snif snif snif...

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    1. Gabriella: Ya dentro de nada eres tu la que nos cuentas esos relatos. Estoy de acuerdo con la evolución sí... Está convirtiéndose en un lugar de moda, en efecto... Pero aún así, queda mucho de su encanto.

      Ánimo con la lluvia, ya te traigo un poco de sol luminosísimo. :)

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