domingo, 11 de febrero de 2018

LA NIEVE Y LOS AFORTUNADOS


Esta semana nevó bastante en París. Aquello empezó el lunes por la tarde y no cuajó. Aunque internet nos perjuraba y aseguraba que aquello iba a ir in crescendo, no acabábamos de creerlo. Pero en efecto, el martes fue un día precioso en el que no cesó de nevar ni un segundo: copos, copos y más copos -por cierto, qué bonita la palabra copo ¿no? Su sonoridad me hace pensar en algo pequeño, frágil-. Poco a poco -y copo a copo-, fuimos testigos de cómo las calles de París se iban volviendo grises, blanquecinas, hasta que, por la noche, cuando ya muchos medios de transporte habían dejado de funcionar, todo era un manto blanco.

He de decir que ese día, mientras me quedaba absorta mirando detrás del cristal revolotear esas briznas de nieve sin cesar, me asaltó esa inquietud de Show de Truman que aparece a veces en la vida: ¿no estaremos metidos en una de esas bolas de cristal donde los turistas más pequeños le dan vueltas y vueltas para ver como caen los copos -más bien bolitas de corcho-?

Sea como fuere, al volver a casa, pisando una nieve -, inmaculada, crujiente -otra de mis palabras favoritas-, repasando todos los balcones, coches, bicis, bancos, arbustos, árboles cubiertos de ése tejido tan blanco, se nos abría inconscientemente la boca, y la sonrisa y nos repetíamos que éramos testigos de algo increíble: la nieve intacta. Para los valientes que se atrevían a disfrutarla, para los afortunados de vivir esos regalos del cielo.


Cuando salió del hospital, ni siquiera se dio cuenta de que estaba cayendo del cielo una nieve sin rastros de sangre, cuyos copos tiernos y nítidos parecían plumitas de palomas, y que en las calles de París había un aire de fiesta, porque era la primera nevada grande en diez años.

El rastro de tu sangre en la nieve. Gabriel García Márquez.

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