domingo, 15 de agosto de 2010

LUCIDEZ



Tenía siete años. Solíamos pasarnos noches enteras con un deseo en la boca, mientras fijábamos la mirada en la carta esférica que se abría sobre nuestras cabezas, al acecho de alguna estrella traviesa que se escapara veloz.

A falta de un mar o un fuego cercano con el que hipnotizarnos, nos refugiábamos en las estrellas. Esas grandes inmutables que siempre están allí. Su poder sedante, la magia que rezuma la noche inmensa –como bien nos decía Neruda, más inmensa sin ella- nos hacía sentir una parte muy pequeña del todo.

Hace unos días, al volver a reencontrarme con ese cielo estrellado en busca de lágrimas de San Lorenzo, he rescatado a mis fieles amigas, las que siempre están allí, las que guardan todos nuestros secretos. Lo cierto es que casi había olvidado la belleza que nos envuelve, a pesar de que me dedico a ella.

Recorrer los guiños del firmamento, la carta del cielo que al final no es más que una carta de nuestra piel, siempre fue un traslado a los más esencial de nosotros. Es allí donde aprendimos que, a pesar de las fatigas, errores y angustias, nada es tan importante. Que somos minúsculos, pero no nulos. Que estamos continuamente rozando a la perfección.

¿En qué lugar de esa bóveda celeste residen los sentimientos, la compasión, el cálculo de nuestras pobres vidas, la esperanza? -otra vez sonó la risa queda, áspera, intranquilizadora-... Aunque brillen supernovas y agonicen estrellas, mueran y nazcan planetas, todo seguirá girando, en apariencia inmutable, cuando nos hayamos ido.

La Piel del Tambor. Arturo Pérez-Reverte.

2 comentarios:

  1. que cita más apropiada y bonita!
    bsazos isleños!

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  2. Anónimo: Si, Arturo es mucho Arturo... Jeje. Espero que te los estés pasando en grande. ¡Mil besos!

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