martes, 28 de agosto de 2012

EL MINUTERO ACELERADO



Es escalofriante lo rápido que pasa el tiempo. Fuera de los tópicos que esta frase conlleva, creo que es la realidad que menos apreciamos cuando somos unos niños. Creemos que toda la vida seremos fuertes, ilusionados, llenos de energía, idealistas, simples… Que mantendremos en pie los ideales en los que creemos a pesar de todo y de todos, que no nos dejaremos derrumbar, que siempre iremos a por lo que queremos en la vida sin miedo, que siempre nos brotará una limpia mirada hacia lo que nos rodea…

Hasta que llegas un día en que empiezas a notar un ligero decaimiento general en todos los sentidos: mental, anímico, de principios, de salud… y no sólo tuyo, sino de tu generación. Y que cada vez se acelera más y más… Y que en la gente querida más mayor que tú eso no llega sino en forma de achaques amplificadísimos, cuando menos.

Descubrir eso en la treintena es una gran putada. Te entra pánico, te quedas helada, te carcomes. Se congelan las ansias de ser fuerte, poderosa. Desearías haber vivido esto u otro de esta u otra manera. Desearías haber llevado la vida que no llevas. Pero sabes que cualquiera de las posibles vidas que hubieras escogido te llevarían al mismo punto. Porque al final somos tremendamente previsibles, y es así como estamos todos: solos, terriblemente solos, en la marabunta del declive de la vida.

El tiempo fluye siempre igual que fluye el río: melancólico y equívoco al principio, precipitándose a sí mismo a medida que los años van pasando. Como el río, se enreda entre las ovas tiernas y el musgo de la infancia. Como él, se despeña por lo desfiladeros y los saltos que marcan el inicio de su aceleración. Hasta los veinte o treinta años, uno cree que el tiempo es un río infinito, una sustancia extraña que se alimenta de sí misma y nunca se consume. Pero llega un momento en que el hombre descubre la traición de los años. Llega siempre un momento en el que, de repente, la juventud se acaba y el tiempo se deshiela como un montón de nieve atravesado por un rayo. A partir de ese instante, ya nada vuelve a ser igual que antes. A partir de ese instante, los días y los años empiezan a acortarse y el tiempo se convierte en un vapor efímero que envuelve poco a poco el corazón, adormeciéndolo. Y, así, cuando queremos darnos cuenta, es tarde ya para intentar siquiera rebelarse.

La Lluvia Amarilla. Julio Llamazares.

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