Existe una leyenda urbana, superstición o creencia –a gusto de cada uno- por la que, cuando alguna persona habla de uno mismo, te pitan los oídos. Esas personas hablan bien o mal, según te pite el oído derecho o izquierdo, respectivamente. Además, cuanto mayor número de personas hablen de ti, mayor será el pitido –imaginad por ejemplo, cómo debe estar personajes públicos como Obama-, aunque imagino que el pitido es mucho más poderoso cuando esa persona te conoce personalmente.
En mi caso, entro dentro del grupo de fe ciega a los pitidos. No hay día en el que, por unos instantes, voilá, allá esté el sonido. La mayoría de las veces es cómo un soplo de brisa: aparece, te roza unos segundos, y se va. Sin embargo, hay otras en las que tienes el soniquete constante durante un buen par de horas… y te preguntas qué ente estará susurrando al viento esas palabras andantes.
Creedlo o no. Hoy hace dos años justos que tuve que ir a urgencias por la aparición de un sonido constante en los dos oídos que no me dejaba hacer nada. Era como si todo el globo terráqueo se hubiera puesto a hablar de mi. Nadie supo qué pasó. Despareció tal cómo había venido al tercer día.
Lo interesante del proceso de la comunicación es que nos permite tomar conciencia de que las palabras que salen de nuestro cuerpo, ya sea en forma escrita, hablada o cantada, vuelan en el espacio cargadas del eco de otras voces que ya antes de nosotros las habían pronunciado. Viajan por el aire bañadas de saliva de otras bocas, de vibraciones de otros oídos, del latido de miles de corazones agitados. Se cuelan hasta el centro de la memoria y ahí se quedan quietecitas hasta que un nuevo deseo las reanima y las carga de energía.
Tan veloz como el deseo. Laura Esquivel.
Adiós
Hace 4 años
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