jueves, 16 de diciembre de 2010

MARATÓN

Empezamos la travesía: me esperan unas veinte horas por delante de arrastrar maletones, charletas, lectura, cabezadas, música, película número 1, paseos, tiendas de aeropuertos, película número 2, una persona encantadora en la butaca de al lado del avión con la que aprender algo nuevo, película número 3, nervios, reflexiones, pensamientos, cansancio infinito… Y al final incluso la Tierra se alía con nosotros para hacernos llegar un poco antes –no se si sabíais que el hecho que los viajes sean más cortos hacia el este que hacia el oeste, es porque la Tierra se mueve en ese sentido, yo me enteré hace poquísimo-…

El caso es que al final del maratón, nos aguarda gente antigua y conocida, abrazos que saben a dados –pero no importa en absoluto-, risas, cantos, charlas, descanso, juegos, desenfreno… En definitiva, tanta gente que llevan tanto tiempo en tu lista de imprescindibles, que al reencontrarnos hasta llega a hacer daño el calor hirviente del abrazo. Tanta y tanta gente esencial en tan poco espacio. Unas vacaciones extensas pero inmensamente cortas. Nos vemos en la meta.

El exilio, cualquier exilio, es el comienzo de otra historia. Es dolor y a la vez descubrimiento. Uno siente nostalgia de esquinas y arboledas, de lagos y viñedos. Las paredes son otras, el suelo verde es otro. El cielo sin Vía Láctea está vacío. Uno acomoda la conciencia en la mochila y aprende del escándalo imprevisto y del sosiego huraño. Los rostros más constantes oscilan entre la furia y la sonrisa. Las profecías se hacen polvo y el corazón se va de vacaciones.

Mario Benedetti. Vivir adrede.

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