martes, 19 de junio de 2012

ENTRAÑAS



Suele pasar que con la edad nos vamos dando cuenta de la generosidad absoluta de la que están hecha nuestros padres.

Ellos son, en primer lugar, las personas que más tiempo nos han conocido, es decir, toda nuestra vida desde el primer segundo. Nos han visto crecer y cambiar continuamente, desde el momento en que les agarramos el dedo o el pezón con fuerza, pasando por infinitud de momentos hasta llegar a hoy… Comenzar a andar, montar en bicicleta o nadar, nuestra primera rebelión, nuestro primer desengaño, casi todos nuestros cumpleaños, la primera partida del hogar, el primer examen suspendido, la primera gripe, las vacaciones infinitas en cualquier playa, las comilonas de los domingos, los chocolates a la taza de los días tremendamente especiales, los despertares o arropamientos, los cantos emocionados, las enfermedades reconfortadas, los helados más grandes de la cartelera como premio a las buenas notas, la confrontación de cualquier esfuerzo necesario para nuestro bienestar…

Y todos estos momentos, felices muchos, dolorosos otros, construida sobre unos grandes cimientos de amor infinito… A pesar de la gran incomunicación –sobre todo en la fase adolescente-, jamás nos han dejado apoyar, de apreciar, de ver todo lo bueno que tenemos y somos, de confiar, de darnos la seguridad de que todo saldrá bien y, sin lugar a dudas, de estar dispuestos a dar su vida por ti.

Conforme nos van saliendo canas y arrugas y vemos como a ellos les salen achaques, nos vamos acercando más al conocimiento de estos padres maravillosos con la urgencia del tiempo que apremia… En una edad en la que ellos ya no deben cuidar tanto de ti, sino todos de todos mutuamente y al unísono; sientes que son unos seres increíbles, que son fabulosos, que te quieren con locura, que todo lo que somos se los debemos a ellos, que somos capaces de reconocernos en ellos, que tienen la pura esencia de un par de niños y que, en el fondo, esta bien que una no pueda escogerlos. Siempre acabamos teniendo los mejores padres que nos podrían haber tocado en suerte.

Como me decía ayer una amiga, tú nunca sabes lo que te han querido tus padres hasta que tú misma te conviertes en uno. Desde aquí un abrazo de polluelo grandioso.


Y le dio muchos besos, de esos besos especiales que sabía dar ella, unos besos que no se parecían a ninguna otra clase de besos, besos con los labios apretados que se grababan en su frente, en sus mejillas, en su pelo, y tardaban una eternidad en deshacerse, besos como túneles, como puentes, como lazos con dos nudos, los besos de mamá.

Almudena Grandes. Los aires difíciles

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