domingo, 13 de diciembre de 2009

CANEANDO

Primero aparece una sola, premonitoria, señalizadora, amenazante. Te avisa que se aproxima marejada, que se va a desencadenar un caos importante, un primer encontronazo con responsabilidades demasiado grandes, subidas y bajadas, esfuerzo y cariño rebanados a partes iguales.

Al tiempo, llegan tres o cuatro más, como por casualidad, como si pasarán por allí. Pero son solo el preámbulo de la tempestad. Pronto te ves envuelta en un caos azaroso de pensamiento revueltos, instrucciones para sobrevivir, mensajes contradictorios y cauterizaciones rápidas. En ese punto, ya han ganado la batalla. Definitivamente, te conquistan. Se empiezan a multiplicar y cada día, cuando te miras al espejo antes de salir por la puerta, te recuerdan la frágil balsa sobre la que nos movemos.

Hasta que en algún momento, vislumbras la calma allá en el horizonte, y tienes unos minutos para recuperar el aliento y darte cuenta de que ya estamos en su territorio. Somos su territorio. Empiezas a sentirte orgullosa de ellas, a mostrarlas con desafío al mundo, a reivindicar tu fortaleza y tu instinto de supervivencia.

Hay gente que las oculta y se tiñe las cicatrices, y hay otros que las lucen con la cabeza muy alta. Yo soy de la opinión que no hay porque avergonzarse de ellas, esas embajadoras del paso de la edad, de la fortaleza adquirida, de las zancadas superadas.

Físicamente, no aparentaba mucho más de veintiséis años, pero existía en ella algo que sugería edad, algo típico de una persona que ha vivido mucho; no canas ni ninguno de esos indicios puramente materiales, sino algo indefinido y seguramente de orden espiritual; quizá la mirada, pero ¿hasta qué punto se puede decir que la mirada de un ser humano es algo físico?; quizá la manera de apretar la boca, pues, aunque la boca y los labios son elementos físicos, la manera de apretarlos y ciertas arrugas son también elementos espirituales.

El túnel. Ernesto Sábato

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